Ahora que han pasado unos días y puedo volver la vista atrás, se me llena la mente de los cercanos recuerdos vividos esta última Semana Santa. Ha sido, sin duda, de las mejores que puedo recordar. He tenido de todo y he sido muy feliz. Momentos de tradición pura, de costumbre, de familia, de costal, de volver a salir con mi amada Agrupación Musical, de llenarme de Esperanza y macarenismo en las callejuelas de Sevilla, de disfrutar las cofradías con familia y amigos y de volver a vivir un Santo Entierro Magno, evento que ya tuve la dicha de vivir en el Sábado Santo del año 2004 y que no sabía si tendría la fortuna de revivir, pues son acontecimientos históricos que se orquestan sólo por causas muy concretas y no son fáciles de repetir. Así pues, ahora que la botella de las vivencias va dejando su poso en el vaso del alma, es el momento de plasmar unas líneas acerca de lo vivido, para que cuando las lea y relea pasado un tiempo, brillen de nuevo esos recuerdos con la nitidez que el buen gusto de la felicidad pasada les otorga. Una Semana Santa difícil de olvidar y cargada de muchos momentos preciosos en los que podrían haber girado más despacio las agujas del reloj, pues el aura mágica que los rodeaba bien era propicia para ello y, ojalá, hubiera estado en mi mano detener el tiempo, pero el encanto de lo sublime es precisamente eso, su perecimiento a manos del péndulo temporal. Eso es lo que, precisamente, nos deja ese regustillo en el paladar que nos despierta la consciencia de que lo vivido ha sido magnífico. Y, hoy, con el buqué del buen vino acontecido en esta incipiente primavera, es el momento de escribir per saecula lo sentido.
Si bien el día que la Gloria comienza es el Domingo de Ramos, el descorche de sentimientos apretados tiene lugar en casa, por costumbre y creo yo que por tradición también, pues así viene siendo desde que era niño, el Viernes de Dolores. Cuando la cocina huele a leche con canela y limón y las primeras torrijas se bañan con un jarabe hecho con agua, miel, azúcar moreno y una estrella de anís (truco que me dio el propio Alberto Chicote), me evocan esos sabores de nieto que marcaron mi memoria en la calle Altagracia y empieza la Semana Santa. Se intuyen por el Perchel balconeras que anuncian el día grande de Dolores, se enciende la primera candelería y se ponen sobre las incandescentes pastillas de carbón las adecuadas cantidades de incienso, resultando un éxtasis cofrade que sirve de preámbulo a lo que ha de llegar y, a la vez, de cierre a las vísperas que se iniciaron cinco días antes al salir el Nazareno por la ojiva de San Pedro. Así empezaron los días grandes que vengo a almacenar en el vivo recuerdo de las letras. Y cuando amaneció el Domingo de Ramos y el astro rey brilló con fuerza, mi mirada se clavó en la del Rabí de los Ángeles, anunciándole que iba a pasearlo de nuevo y que poco me queda bajo su reino de madera, pues he empezado mi retirada del costal y mi arpillera ha de consumirse allí donde por vez primera rozó una trabajadera. Fue un Domingo de Ramos espléndido en el que mi hija continuó acercándose a esta bendita locura que son las cofradías y se durmió soñando ser nazarena, mientras su padre derrochó corazón en el zanco izquierdo de esa parihuela azul, revestida de caoba y plata que eleva un olivo a los Ángeles que escoltan la Salud de un barrio.
Y tras un Lunes Santo vacío de cofradías, pero cargado de costumbre en mi casa, llegó un día muy esperado que muchos no creían que llegaría: cuando vistiera el uniforme de la Agrupación Musical Santo Tomás de Villanueva. El pasado Martes Santo hacía exactamente veinte años desde que un grupo de jóvenes, entre los que me enorgulleció estar y me enorgullece, más aún, haber seguido a su vera, fundamos tal corporación. Justo el año que se estrenó el uniforme de gala debí abandonar sus filas por motivos laborales, pero estaría escrito en los renglones torcidos de Dios que algún día y en preciosa coincidencia, me pusiera yo el atuendo que jamás vestí y estuviera rodeado de ellos de nuevo. Y ocurrió y emané felicidad por cada poro de la piel. No se me olvidará jamás. Fui escolta de "STV". Todo caras conocidas y la mayoría de los que dimos a luz a la formación musical nos juntamos de nuevo tal día. Fue, sin duda, el regalo más grande que me hizo la pasada Semana Santa, con la venia del Santo Entierro Magno y los retazos que me dejó bien cosidos al alma. Pero antes de ello llegó El Miércoles Santo, unido a la madrugada del día anterior, cuando me quité el traje que no sé si volveré a vestir, aunque confío en el destino que ya me lo ha puesto una vez. Dicho día es de Bondad y Consuelo. Y no puede ser de otra manera, ni lo concibo, ni quiero. El mágico y sagrado ritual de dividir en tres partes el costal y poner paño con paño dos de ellas para hacer de la tercera una cuna de arpillera, lleva repitiéndose en mí veintiocho primaveras, para alcanzar la gloria bajo el altar itinerante de la Bondad de Dios por las calles. ¡Cuántas horas de raza costalera meciendo la cara que veo cuando rezo el Padre Nuestro! Y fue magistral este año aunar juventud y veteranía en las maderas. Me sentí pleno y mi hija me esperaba en el relevo por si todavía no era suficiente todo para decir que estaba en el mismo Cielo...
Cuando llega el Jueves Santo en mi corazón huele a Sevilla. Y allá que voy a cumplir la cita con una mujer que dicen que vive en San Gil y se llama Macarena. Me ha costado años encajar las piezas de mi Semana Santa. Y digo mía porque he estado mucho tiempo estudiando los días de la Semana Grande, hora por hora, hasta encadenarlos de tal manera que un cuarto de hora puede cambiarlo todo. Así he logrado hacerme el plan exacto para poder disfrutarlo todo al máximo: todo lo que quiero y todo como lo quiero. Las cofradías que quiero ver, donde las quiero ver y con quien las quiero ver. No pregunto, sino que afirmo. Y me da tiempo a disfrutar de la receta que más tardo en hacer: el bacalao con tomate del Viernes Santo. Ese tomate frito que empiezo a freír en la decadencia del estío y que guardo en tarros, aguarda a juntarse con el bacalao enharinado que frío el Miércoles Santo y, todo unido y metido en la maleta que vendrá a Siviglia, toma el gusto del majado de ajo que lo acompaña. Meses pasan desde que empiezo a elaborar el plato hasta que lo degusto. Y entre tanto los Negritos, la Exaltación, las Cigarreras, el Valle, Montesión, el Señor de Pasión, la Quinta Angustia y la amanecida más mágica del año, cuando sale el Gran Poder y Triana es un tumulto. Y cuando la negrura de la noche se confunde en el cielo con el color del agua anisada y no sabe uno si ya es el alba o aún sigue de madrugada, la Sentencia del Señor, escoltado por un mar de plumas blancas, va volviendo a su templo donde habita la Esperanza. Y allí, año tras año, aguardo al mediodía para volver a ver tu mirada. Y reencontrarme con mi gente... ¡Anda que no cabe nada entre que cojo la maleta y me enfrento cara a cara con la vigilia del Viernes Santo!
Recién desanclado de una siesta reparadora, me regaló este año otra dosis de costumbre y tradición. Un Viernes Santo de romanticismo cargado de sentimiento. Sirve ver la Carretería o el discurrir de San Isidoro para llenar otro cajón del alma de recuerdos que se suceden (y así siga siendo) año tras año cuando la memoria se despereza de nuevo. Y qué decir, entre otras, de la O de ida y de Montserrat de vuelta en la revirá, a poco de salir de Molviedro, de Doña Guiomar con Zaragoza, allí donde se conjugan, al cerrar los ojos, los olores de la memoria en una mezcolanza de cansancio, incienso y años de costumbre y papelones de pescaíto recién traídos de La Isla, donde, a fuerza de ir durante ya casi tres décadas, me conocen y saludan dos generaciones. De la que viene del Puente de la Expiración ya está todo dicho diciendo que el Cachorro nunca ha visto ni Sevilla, ni Triana, sólo ha visto los balcones y las tejas de la Cava, sólo ve a los saeteros y las blancas espadañas, Él no ha visto nunca el río, ni el barrio de sus entrañas... Por eso este año lo vimos dos veces: el mismo Viernes Santo y el Sábado Santo en el Santo Entierro Magno. O Grande, como se le dice comúnmente. ¡Y tan grande! No podían salir mejores pasos en tal evento. Además de las cinco cofradías del día, otra vez Roma paseando por Sevilla dejó el regusto de las cosas bien hechas en una entrada de ensueño, en la que sonando "En tus manos macarenas", se perdía, de noche en vez de al mediodía, el paso del Señor de la Sentencia entre el atrio y su basílica. Rafaé, esta vez con plumas rojas, a lomos de Calamar, marcaba el andar del Cristo de las Tres Caídas que se daba cita con el Soberano Poder de San Gonzalo, a los sones de Virgen de los Reyes, en una jornada de ensueño. Por otro lado el Cristo de la Victoria proclamando la Paz, mientras las Cigarreras volvía a pasear su Columna y Azotes, a la vez que Judas daba un beso de traición al Maestro en un derroche de costalería por los Jardines de Murillo y la Amargura venía al compás de su marcha a guardarse en San Juan de la Palma. Otras tantas cofradías, al mismo tiempo, seguían dando testimonio de fe por las calles de una mágica y mítica Serva la Bari. ¡Imborrables serán los recuerdos de lo vivido! Si ya los revivo escribiéndolos, veré yo mismo, cuando el olvido quiera hacer su aparición, la sorpresa del tenerlos escritos y saborear las vivencias de nuevo. Enorme suerte el haber vivido un Santo Entierro Grande de la magnitud que tuvo el mismo. Otro regalo digamos que de la Diosa Fortuna, pues el verdadero Dios se encontraba por las calles sobre la cerviz de sus costaleros y así fue hasta el final de esta maravillosa Semana Santa 2023, cuando en su advocación milagrosa de la Resurrección, muy cerquita de Santa Ángela de la Cruz, el Domingo que lleva su nombre, puse el punto y final a la colección de remembranzas que hoy narro, mientras aún suena en mi sesera el clan-clan de las bambalinas del palio de la Aurora y doy gracias por lo vivido, disfrutado y sentido en esta última edición de los ochos días que conforman la Semana más esperada para los cofrades, cuando dejamos de soñar lo vivido y volvemos a vivir lo soñado. ¡Para vivirlo! ¡Abajo sin martillo!