El día amaneció radiante. El sol brillaba con fuerza en la Isla de Sicilia. En Catania el calor se estrellaba con dureza y resplandecía en los colores verde, blanco y rojo de las banderas italianas que plagaban el lugar. Toda la plaza del Duomo así como las calles principales estaban repletas de la bandera nacional y de puestecillos ambulantes que vendían bocinas, bufandas y banderas. Se palpaba en el ambiente que estaba por llegar la gran final de la Eurocopa. La Italia se veía fuerte. Prandelli había hecho de la selección azzurra la más bella y ofensiva que se recordaba hasta la fecha. Grandes hombres y nombres del fútbol moderno conformaban la médula espinal de la selección italiana: Pirlo, Gigi Buffon, Bonucci, Di Natale, Cassano, Balotelli... Un equipo rudo, tosco, potente, de juego directo y que no practica el típico catenaccio italiano sino que trata la pelota con cariño y construye juego. Se antojaba difícil pero no imposible derrotar a los bajitos jugones españoles. Campeones del Mundo y de la anterior edición de la Eurocopa "tan sólo" lograron empatar contra Italia en el debut de esta Eurocopa 2012. 1-1. Tablas. Italia lo sabía, lo veía posible. Habían llegado a la final derrotando a míticos del fútbol europeo como Inglaterra y Alemania. Se veían fuertes. De hecho, lo son. Podían ganarle la final a España. Siempre se habían impuesto a ellos en las grandes eliminatorias y la historia y la estadística les favorecía. La azzurra emanaba confianza, con cierto resquemor, pero confianza. Ningún italiano se esperaba que su selección llegase tan lejos en este campeonato. Ya todo era posible. Ganar la final, ¿por qué no? Mi máximo respeto hacia ellos.
Todas esas sensaciones flotaban en el aire. Y allí estaba yo. Allí en Italia sitiendo lo mismo que ellos pero al revés. Mi mente sólo tenía una palabra: España. Mi país, mi patria, mi selección, mis colores. Rodeado del verde, blanco y rojo, mi corazón latía en rojo y amarillo. Pasaba por las calles y notaba las ganas de que rodara el balón y mi equipo aplastara a la Italia. Me veía yo sólo frente a todos ellos. Estaba contenido. No podía expresar nada porque ciertos tiffossi no dudarían en emplearse violentamente contra mí. Mi camiseta de la selección esperaba su momento en la maleta. Las pinturas rojigualdas aguardaban a resbalar por mi cara tiñéndome con los colores nacionales de España. Pero estaba atrapado en el país vecino y enemigo. Me encontraba sólo contra ellos. Tenía que crearme un pequeño reducto donde ver el partido y disfrutar del mismo...
Llegó la hora y me enfundé la elástica de mi selección, nuestra selección: España. Pinturas de guerra en la cara. Encerrado en un piso y desde la terraza del mismo, pizzas por delante en la mesa, me disponía a comerme a Italia: gastronómica y deportivamente. Oculto del peligro de los radicales y violentos. No estaba la cosa para tonterías. En la Piazza del Duomo no había nada rojo ni amarillo. Ni un alma española. Ni una bandera nuestra. Nada. Todo eran italianos ondeando sus banderas y luciendo sus bufandas y camisetas azules. Lógico. Estaba en su territorio. ¡Cuánto me acordaba de mi país en esos momentos! Y en esas salieron los jugadores al campo. Sonó el himno de Italia y se me pusieron los pelos de punta. Se escuchaba por las calles a un pueblo entero unido cantando su himno y eso desprende tal fortaleza que te contagias de ella. Acto seguido el himno español. Dos lágrimas rodaron por mis mejillas. Comenzaron las alineaciones y los italianos corearon y vitorearon cada uno de los nombres de su equipo, desde su guardameta Gianluigi Buffon hasta su delantero centro Mario Balotelli. Me disponía a escuchar silbidos y marabuntas cuando salieran los jugadores vestidos de rojo... Error. Los italianos en un enorme gesto de respeto y deportividad aplaudieron uno a uno a todos nuestros hombres desde Iker Casillas hasta el último en nombrarse que fue Cesc Fábregas. Un gesto que no olvidaré.
Emocionado al escuchar el Himno de España |
Y rodó el cuero. Las calles de italia estaban desiertas. Todo el mundo contemplaba el partido. Aplausos para Cassano y Balotelli en el primer balón que controlaron arriba. Pronto comenzó a brillar la superioridad española y Xavi tuvo en sus botas el 1-0, pero el destino quería otra cosa. Mi apuesta tenía doble vertiente: o triunfo por la mínima de España o gol de Italia, catenaccio y cerrojazo que te crías y España a morir sufriendo. Me rondaba esa idea pero pronto se difuminó. Olía a algo grande. El dominio de España estaba siendo aplastante. Se mascaba el gol. Una España que no jugaba con delanteros pero que tenía una plaga de falsos nueves que hacía y deshacía a su antojo. En una de esas, un hombre canario, proviniente de esas islas tan alejadas de la península ibérica pero que derrochan más patriotismo que varias autonomías que radican en la península en sí, un jugón que está de dulce, remataba de cabeza un centro servido desde la banda derecha y hacía temblar las redes de la portería italiana. Gol. 1 - 0. Grité gol con fuerza y aplaudí. El silencio se hizo tenso cerca de mí y algún vecino se acordó de mi madre. Y yo de la suya. España dió un toque al freno y la azzurra se vino arriba. En unas de estas Cassano dió un latigazo que fue detenido por Iker, quién botó el cuero pisando el acelerador de nuevo. Y nació el segundo... Casillas sacó largo con el pie (curioso pues prácticamente nunca lo hace, ni con la selección ni con el Real Madrid). El saque del portero fue recibido por Xabi Alonso y con un precioso envío salvó las líneas de mediocampo italianas. Controló a placer Xavi Hernández y vió como por la banda izquierda el novedoso Jordi Alba reventaba en carrera a su defensor, el italiano Abate. Allá que puso el balón con un toque exquisito y el lateral mencionado ganó la carrera, la partida y la espalda a la squadra italiana plantándose sólo delante de Gigi Buffon quien observó como de nuevo el esférico atravesaba la línea de gol. Gol de España. Gol de Jordi Alba. España 2 - 0 Italia. Ahogué mi euforia y para no gritar y ser víctima de agresión alguna me mordí el labio tan fuerte que incluso sangré un poco. Sangre roja como la camiseta de nuestro país. Sangre roja como la que derramó Luis Enrique por el codazo de Tassotti. Rabia. Furia. Orgullo. Estábamos haciendo morder el polvo a los italianos. Y yo viviéndolo allí. En su país. Mi alma era una aldea irreductible implantada en Catania. Llegó el descanso.
Las calles de la mafiosa ciudad siciliana ya no desprendían la euforia incial. Pero si algo tiene Italia es la fortaleza de levantarse tran una gran caída y las tablas y experiencias ganadas a base de estar siempre presentes en las grandes citas futboleras. Las banderas seguían ondeando y no debíamos fiarnos. Sin duda el entrenador Prandelli haría los cambios oportunos y la Italia saldría a atacar, a hacer daño y a intentar por todos los medios equilibrar y posteriormente decantar la balanza hacia su lado. Pitó el árbitro y comenzó la segunda parte. 45 minutos separaban a España de hacer la mayor proeza futbolística de la historia. Encadenar la triple corona Eurocopa, Mundial y Eurocopa que nadie jamás había logrado. Ni siquiera la gran Alemania de los años 70 logró acercarse a dicho éxito. Ni trasladado al continente americano, la Argentina de Maradona tampoco lo consiguió. El balón rodaba en el césped y el tiempo corría en contra de los italianos. En el minuto 70 se iban apagando los orgullos, las banderas no ondeaban y Balotelli iba siendo autovíctima de su chulería, su prepotencia, su locura y su soberbia. Y a la soberbia hay que matarla y rematarla. Por eso el Niño, ese que al igual que Raúl en el Madrid "nunca hacía nada", salió al campo y poco después se encargó de agradecer nuevamente la confianza depositada por Don Vicente del Bosque en él y rematar la caída italiana. Con una caricia a la pelota la depositó rasa en el poste lejano de Buffon. 3 - 0. Las casas de apuestas se frotaban las manos. Nadie había esperado ese resultado. Sicilia estaba en total y absoluto silencio y tan sólo me limite a sonreir y aplaudir tranquilamente a Fernando Torres. Y para mayor colmo de alegrías, muriendo ya el partido y con la hinchada azzurra camino de casa, Juanillo Mata que llevaba en el campo dos minutos, en nombre de Fernando Llorente y del resto de jugadores que no han salido del banquillo pero son igual de partícipes en este triunfo, tumbó a la Italia poderosa marcando el cuarto tanto. España 4 - 0 Italia. Grandioso. Enorme. Increíble. Lo nunca esperado y lo nunca visto. Ya no pude contenerme y me levanté y grité. Y aplaudí. Y pataleé y escandalicé. Nadie osó decirme nada. Así de hundida estaba Italia. Ni siendo yo el único español que daba la cara por su selección allí tuvieron fuerza de unirse y decirme nada. Los vecinos ni se inmutaron y vieron como celebraba el triunfo de mi selección en su cara. Tan sólo el vecino de arriba salió a su balcón y miró y me vió bailar y gritar. Y se calló. Era inapelabe, rotundo, contudente. 4 - 0. Tampoco yo hice leña del ábol caído. Estaba en territorio hostil y lo tenía presente, muy presente, pero hubo varios minutos que lo único presente y patente era la victoria española. Se acabó el partido. España campeona. España haciendo historia. España 2008, 2010 y 2012. España campeona de la Eurocopa, España campeona del Mundial y España campeona de la Eurocopa nuevamente. Italia se quedaba con sus calles vacías.
Las lágrimas de los jugadores italianos eran el fiel reflejo de lo que yo veía en las calles de Catania: desolación. En ese momento me ví de nuevo la sangre que me había brotado del labio al morderme. Roja como la denominación de nuestra selección. Roja como nuestra camiseta. Roja como la misma sangre que tiñó la blanca camiseta de Luis Enrique. Te hemos vengado, compañero. Esta victoria también es tuya. Sicilia seguía en silencio. Casillas levantaba la copa hacia el cielo y los jugadores celebraban la victoria. Con lágrimas en la cara, con la euforia latente, con la rabia contenida, con la sangre en labio grité a tumba abierta ¡¡¡VIVA ESPAÑA!!! ¡¡¡CAMPEONES!!!
Y mis palabras rompieron el silencio de Sicilia y retumbaron en toda Italia.
El resto ya lo saben ustedes.
Dedicado a Antonio Puerta, Dani Jarque, Manolo Preciado y Miki Roqué. Siempre en nuestras mentes, siempre en nuestros corazones.
Y por supuesto dedicado a todos aquellos que siempre creimos y confiamos en Don Vicente del Bosque. Y a los que no... también. Eso sí, sus perseguidores y críticos ahora estarán disfrutando también de esta victoria, pero en su ego interno saben que se han llevado un ¡zas! en toda la boca y bien ganado y merecido. Esa es la verdad.
Carlos, me ha emocionado mucho.
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