Traigo hoy una leyenda de esas que me gustan por su mezcolanza cofrade de misterio y fe, por el regustillo dulce que deja al leerse y porque todo aquel que cuando la conozca vaya por la Placita de San Lorenzo y pase a verlo, sabrá que por algo su nombre es Gran Poder. La verdad no recuerdo como llegó a mí o yo a ella, pero es de las historias que me gusta recordar a solas en las tardes otoñales, cuando la luz del sol despide cada día a candilazos cada vez más apagados y la lluvia cae mansamente dejando las calles brillantes por el agua. Mi mente, automáticamente, imagina esa climatología pero ya en los meses primaverales, cuando los días se diferencian de los de otoño porque el verde va ganado la batalla al despoblado y al marrón, las flores están a punto de reventar en olor y el sol va ganando minutos con una luz cada vez más fuerte. Y como el tiempo es imprevisible e indómito, ocurre que, nefastamente, en alguna noche abrileña o tardía de marzo, cuando debería tener lugar la madrugada más anhelada del año, el cielo se torna de un color grisáceo con mal agüero y cuando las negras siluetas de los nazarenos del Gran Poder comienzan a aglomerarse por allá donde nació Gustavo Adolfo Bécquer y el Señor caminará silente, aparece la lluvia y se lleva por delante la espera más esperada. Justo entonces es cuando toma más sentido esta leyenda y nos recuerda que lo creamos o no, Él, está entre nosotros...
Así pues y fiel a mí mismo y a lo dicho antes de que no recuerdo cuándo ni cómo la conocí, prometo transcribirla de acuerdo a como yo la supe. Inclusive con el apunte que yo leí, el cual decía que no se sabía muy bien si esta hermosa narración del Gran Poder era historia o leyenda, pero que si ésta última es la relación de algo maravilloso, habrá de calificarse así porque admirable es. Sucedió cuando la Hermandad del Gran poder envió a los hermanos que, como todas las tarde noches del Jueves Santo, acuden a pedir la venia a la Hermandad de la Macarena, para precederla en la Carrera Oficial en la madrugada del Viernes Santo en cumplimiento de la Concordia. Ya se sabe por los cofrades que desde la intervención del Cardenal Spínola se reanudó y ratificó el acuerdo entre ambas hermandades para que así fuese, pues aunque existía desde siempre, se rompió en 1902. Por ello, todos los años en Semana Santa, cuando empiezan a confundirse el Jueves Santo con el Viernes Santo, al filo de la noche, una diputación de hermanos del Gran Poder debe personarse en la Basílica donde habita la Esperanza y solicitar venia para procesionar por Carrera Oficial precediéndola. Y la corporación de la Macarena debe concedérsela siempre. Así quedó dispuesto y así se cumple. Pues bien, una noche cuando el grupo de nazarenos del Gran Poder ya había cumplido su labor y se dirigían hacia San Lorenzo, ocurrió.
La comitiva volvía andando y uno de los nazarenos caminaba con dificultad. Cada vez le resultaba más complejo caminar y el resto de integrantes del grupo temían demorarse mucho en llegar a la Basílica del Gran Poder y que este hermano no pudiese incorporarse debidamente a las filas de la cofradía antes de que ésta iniciase su salida del templo. Y para colmo de males, comenzó a llover. Eso dificultaba aún más el poder apretar el paso y como guardaban la norma del silencio ni siquiera podían preguntarle al hermano que tenía el problema qué le ocurría. A base de volver la cabeza y mirarle varias veces descubrieron la causa de su andar irregular: se le había roto una sandalia. Los adoquines y el asfalto mojados desaconsejaban totalmente prescindir de ellas y continuar el recorrido descalzo. Los esfuerzos que hacía el nazareno para intentar caminar ligero eran en vano y la lluvia arreciaba cada vez más. El grupo optó por irse resguardando bajo los árboles hasta alcanzar unos portales en la Alameda de Hércules, donde finalmente se detuvo. Era noche cerrada y la festividad del día, la hora avanzada y la inclemencia del tiempo habían dejado la zona desierta de público. El grupo de nazarenos del Gran Poder se encontraba sólo en una zona solitaria y apagada.
En esas, un hombre muy moreno, salió de las sombras y huyendo de la cortina de agua que caía llegó a resguardarse a su mismo portal, poniéndose acurrucado a la vera del hermano protagonista de esta historia. Observándolo le dijo: "Tiene una sandalia rota, ¿quiere que se la arregle?". El nazareno asintió con la cabeza. En el acto, el hombre, de manos grandes y huesudas, extrajo de su bolsillo una larga aguja de zapatero y un carrete de hilo y haciendo gala de rapidez y destreza reparó rápidamente la sandalia. Luego se agachó, tomó el pie descalzo, lo limpió con sus propias manos, lo introdujo en la sandalia y la abrochó. Como sombras que se proyectasen desde las paredes, inmóviles, asistían a la escena el resto de nazarenos negros que formaban la diputación de venia. El zapatero actuó rápido. Todo era deprisa pues la hora en que la cofradía debía reunirse era inminente. No se le veía el rostro. El pelo, negro y crecido, estaba mojado y alborotado en ondulaciones incipientes. Las manos actuaron con precisión. Cuando se incorporó todos dejaron de mirarle y dirigieron su mirada hacia el poseedor del calzado recién reparado. Éste dio unos cuantos pasos y comprobó la calidad del trabajo realizado. Sonrientes bajo sus antifaces y prácticamente todos al mismo tiempo se volvieron a mirar al hombre al que no sabían cómo agradecer su ayuda. No lo hallaron. No estaba. La Alameda seguía solitaria. Miraron al momento por las calles cercanas y también estaban vacías. Y había dejado de llover. Dicen que aquella noche el Gran Poder salió a las calles...
No hay comentarios:
Publicar un comentario