Hace unos días abrí el primero de los botes para degustarlo. Esta vez los hube guisado a fuego lento. Friendo el tomate muy poco a poco, añadiéndole un buen puñado de almendras picadas y dándole un toque aromático con un espolvoreo generoso de orégano. Las tajadas fueron de pechuga de pollo. Mientras observaba como borboteaba todo junto en la sartén al amor de la lumbre, me relamía pensando en el día que me fuera comiendo los tarros que iba a rellenar en pocos minutos. El día estaba siendo duro y ajetreado y al día siguiente volvía al trabajo. Tenía que terminar la faena sí o sí. Esa faena anual que tanto me gusta y que aúna la tradición, la costumbre y a una familia en torno al fuego, a unas trébedes, a unas cajas de hortaliza y a una espuerta de frascos de cristal. El acto de la conserva es para mí un ritual entrañable que comienza en la decadencia del estío cuando se empiezan a buscar los mejores productos de la huerta para embotar y que espero con ilusión que se repita año tras año. Arde la lumbre, se calienta el aceite, comienzan a freírse los pimientos, el aroma a pisto se desprende. Un año más la conserva emergió en los últimos días de Agosto.
Este año compramos casi toda la hortaliza en Malagón, menos un cajón de tomates que provenía de Bolaños de Calatrava. La batalla duró varios asaltos pero el resultado mereció la pena. Tendremos botes de tomate en conserva hasta prácticamente el invierno que viene, vamos, que ha salido una remesa que se unirá a la venidera y, por supuesto, el bacalao con tomate del Viernes Santo tendrá recuerdos evocadores a estos últimos días de verano en el chalet. Yo, manchego puro, aficionado y amante a las costumbres y tradiciones de mi tierra, disfruto en estas labores como el que más y me encanta ir a comprar los productos de puerta en puerta y de pueblo en pueblo y hablar con los mayores de nuestro lugar. Soy feliz intercambiando palabras con ellos de cómo avanza la vida y cómo cambian las cosas del campo. Con suerte me enseñan básculas, balanzas y aperos de los que ya apenas quedan y que yo conocí siendo niño. En pocos años muchas de esos instrumentos se perderán definitivamente y no habrá generaciones que los recuperen ni los usen. Por eso disfruto yendo de casa en casa en los pueblos, en nuestros pueblos de manchegas maneras, allí donde las señoras venden los productos recién cosechados en las puertas falsas y portadas de sus viviendas. Son ratos que valoro mucho y más cuando ancianas personas comparten contigo sus palabras sabiendo que las escucho con atención y ganas de que pervivan esas costumbres. Y aunque parezca mentira todo ello es por la conserva. Por eso siempre digo que la conserva es mucho más que hacer pisto y freír tomate o pimientos para tener en la alacena tarros durante varios meses. Es algo más grande, más sentimental, tradicional y costumbrista. Insisto. Es mucho más.
Lo que es la tarea en sí este año consistió en varias tandas de tomate frito (una de ellas con carne y hierbas aromáticas como comentaba al principio) y alguna sartenada de fritada para comer en el campo entre las horas de trabajo. Logramos llenar casi dos espuertas de tarros que convenientemente abrigados con ropas viejas y trapos guardan el calor del guiso y quedan envasados al vacío hasta que les llegue el momento. Según el dicho popular de las abuelas del lugar "tarros para embotar y una semana sin tocar", lo que indica que durante todo el año se va haciendo acopio de tarros de cristal y sus tapas y una vez llegada la conserva y llenos los mismos del producto a conservar, colocados en la espuerta o lugar donde se vayan a abrigar, se cubren los mismos con telas y se dejan reposar quietos durante una semana. Estas cosas de la sabiduría tradicional me enamoran. Algunos para asegurarse que se envasan al vacío hierve los botes al baño maría. Hay gente que continúa con la cita de la conserva y aunque no la haga al fuego usa los fogones de casa para ello. Me alegra eso también pues en ellos pervive la tradición aunque adaptada a la nueva vida y a los medios disponibles. Yo sigo la costumbre aprendida de los viejos del lugar por dos motivos: porque tengo la suerte de poder hacerlo y los medios adecuados para ello y porque me gusta hacerlo de la manera clásica y tradicional y seguir expandiendo las formas de nuestros mayores. Mantengo a pies juntillas que nuestros conocimientos radican en los pueblos, en sus gentes y en sus formas de hacer y vivir. Nosotros, nuevos urbanitas, tan sólo hemos heredado y modificado adaptándolos a los nuevos tiempos esos conocimientos de antaño.
En resumen, creo recordar que en total se frieron cerca de 60 kilos de tomates entre unas cosas y otras. Se llenaron un buen número de botes de todos los tamaños y se dejaron reposar el tiempo preciso. Comenzaba esta entrada diciendo que hace unos días abrí el primero de ellos para degustarlo. Y de verdad no imagináis lo placentero que es para mí llegar a casa del despacho, quitarme la chaqueta y la corbata, ir a la estantería de la alacena, coger uno de esos tarros elaborados con tanto cariño y saborearlo ahora en estos días que anuncian el cambio de tiempo y la veleta señala los hielos venideros. Y lo mejor sin duda es que cada bote es un recuerdo y una esperanza envasados en torno a una misma obra, una misma acción y una misma costumbre y tradición: Conserva.
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