Recién aterrizado de París vengo a contar una de las leyendas que he aprendido en este viaje. La ciudad del Sena, además de ser la ciudad de la luz, esconde también muchos secretos y misterios más bien oscuros y tétricos. Son historias de esas que merece la pena conocer, pues juegan con la intriga de no saber con certeza que hay de verdad en ellas, pero saber que si existen es por algo. Ya dice el refrán que "cuando el río suena, agua lleva"... El caso es que hemos estado en familia una semana en Francia, he revivido mi niñez en Euro Disney y he disfrutado de París lo que no hice de niño, pues lo que entonces era un aburrimiento en mi mente de infante, esta vez ha sido un enorme disfrute cultural. Lo que hacen los años... La paliza física de andar y caminar ha sido igual, pero el enfoque hacia el Louvre, Nôtre Dame, Montmartre, la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo y el Moulin Rouge, por mencionar algo de lo más reseñable visitado, ha sido totalmente distinto. He visto en la cara de mi hija el reflejo de mi pasado. He sonreído y le he dicho que algún día lo entenderá como yo ahora. Se ha encogido de hombros y me ha dicho que "la Gioconda sólo es un cuadro y la Victoria de Samotracia una piedra grande sin cabeza". Ella ha sido más feliz con Mickey, Minnie y las atracciones. Lógico. Yo también lo fui. Cuando pase el tiempo igual que ha pasado para mí, espero volver a hablar con ella de la capital francesa (o visitarla de nuevo) y ver cómo pone interés en su historia, sus lugares y saber, por ejemplo, quién y por qué se encuentra en los Inválidos aquel al que llamaron "Sire". Y, por supuesto, disfrutar juntos de las leyendas que allí se escoden que es a lo que hoy hemos venido en estas líneas y que todavía rumorean los viejos muros cuando anochece.
En estos casos en que la leyenda nace en un cierto contexto histórico que hay que considerar seriamente el mismo, pues envuelve todo el halo de veracidad que pudiera esconder aquella. París, siglo XIV, años 1.300, Edad Media, época de hambruna, miseria y escasez. Estudiantes, jóvenes, universitarios, pícaros y pobre economía popular. Calles pequeñas, luces titilantes, negocios de autónomos, un barbero y un panadero. Sobre esos pequeños mimbres nace la historia que aprendí hace unos días y hoy vengo a compartir...
Parece ser que en la misma y propia Île de la Cité, corazón y centro de París, muy cerca de la Catedral de Nôtre Dame, en la calle Chanoinesse, existían en el siglo XIV dos negocios que lindaban: una barbería y una panadería (boulangerie, como se dice en francés). Los panaderos en aquella época, como en casi todo el mundo (y algunos en la actualidad), además de hornear pan hacían también dulces y repostería y, lo más sofisticados y famosos, incluso ricos pasteles y empanadas rellenos de verduras y carne. Y éste era el caso del panadero que es uno de los protagonistas de la leyenda. Hacía unos exquisitos pasteles que eran conocidos en todo París. Aquel París, superpoblado, donde no eran de extrañar reyertas de estudiantes extranjeros mal bebidos de vino, desapariciones de personas, encontrar cualquier cosa en la basura o la aparición de algún cadáver en las aguas del río y que nadie lo reconociese. Aquel París, medio insalubre, mal cuidado y descuidado, se vio asolado por una falta de materia prima que hizo tambalear la alimentación de la ciudad, puesto que las mejores viandas se destinaban a las tropas de las guerras que había en las fronteras. Pero nunca faltaron pasteles del panadero de la rue Chanoinesse.
A su lado, tenía el negocio nuestro otro protagonista. Un barbero. En aquellos tiempos, los barberos también hacían en su trabajo muchas más cosas que cortar el pelo y arreglar la barba. Sabían extraer una muela, hacer un torniquete, realizar un blanqueamiento dental, operar un forúnculo, hacer tratamientos con sanguijuelas, etc. De hecho, de eso vienen los colores de los postes característicos que se instalan en las fachadas para anunciar el negocio de una barbería: el blanco simboliza las vendas, el rojo la sangre y el azul las venas. Y con la gran cantidad de jóvenes universitarios desplazados de sus países a París a estudiar en la, ya por entonces famosa, Universidad de la Sorbona, al barbero no le faltaba trabajo, ni tampoco nadie se alarmaba de ver restos de sangre en el suelo de la barbería, pues era lo normal por su oficio y práctica. Hasta que un día un perro se pasó días ladrando y aullando en la puerta del local, anunciando que su dueño había entrado en la barbería y no había vuelto a salir. Y esto alarmó a los vecinos y a la policía que vieron al animal desesperado clamando la ausencia de su dueño sin apartarse de la barbería. Y decidieron investigar lo ocurrido, pues ya era muy fuerte y creciente el rumor popular de que cada vez había más desapariciones por la zona. Se adentraron en el negocio del barbero y en la trastienda hallaron algo dantesco.
La barbería y la pastelería que ocupaban los números 18 y 20 de la rue Chanoinesse se comunicaban internamente por una trampilla que conectaba ambos sótanos y el barbero y el panadero se habían aliado en una macabra misión. El barbero degollaba a algunos de sus clientes, estudiantes de los que nadie preguntaría por ellos, los descuartizaba y entregaba al panadero vecino, quien, en los bajos de la panadería, preparaba la carne humana con la que realizaba los famosos pasteles y empanadas conocidos en París por su sabor exquisito y único, arrojando los restos sobrantes al río, cosa común y acorde a la normativa de salud de aquel entonces. Ambos se repartían las ganancias. Fueron muchos los años en que los crímenes quedaron ocultos en aquellos muros que unían los negocios de los protagonistas de esta negra leyenda parisina y, gracias al perro de una de las víctimas, ambos hombres fueron finalmente arrestados y ejecutados por las muertes que tenían a sus espaldas. Se resolvió el misterio de que en el gran período de hambruna y escasez aumentasen las desapariciones a la par que aumentaba la fama de los pasteles del panadero. Hoy en día en aquel lugar hay dos locales con usos bien distintos: un restaurante (el más antiguo de la ciudad) en cuya fachada, repleta de flores, hay un escudo con los colores blanco, rojo y azul, símbolo de los barberos y, al lado, una Comisaría de Policía, la cual ha prohibido las visitas, pues en su interior aún se conserva la piedra sobre la que se dice que el barbero descuartizaba los cuerpos. Esta leyenda demuestra que, aunque al final, todo sale a la luz, no todo es luz en la ciudad de la luz...
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