Hoy me apetece dedicarte unas líneas, Otoño. Y aún siendo veranillo de San Miguel estás agazapado esperando hacer de las tuyas... Sabes que siempre nos hemos llevado bien aunque algún día de lleuvia me hayas estropeado planes. Pero me gusta. A cambio me regalas momentos únicos que el resto del año no tengo. Valga caminar entre hojas secas que crujen bajo mis zapatos y van perdiendo sonoridad día a día a través de la humedad y del avance hacia el invierno. O llegar a casa con los primeros síntomas de tu mal genio y tener que soplar caliente vaho entre las manos y frotarlas entre sí con energía para entrar en calor los dedos. O mirar cómo borbotea a su amor en una cazuela al fuego una sabrosa sopa en su interior mientras mi hija estrena pijama nuevo... Te esperaba, compañero. Y es que tu sabor a melancolía de antaño ya me invade otra vez. Ya dibujo en la mente caprichosas vaharadas de niño cuando juega a expirar aire caliente de sus pulmones a un gélido ambiente y sonríe viendo como se difuminan a escasos centímetros de su cara. Me relamo pensando en el primer marmitako de la temporada hecho a fuego lento sobre la lumbre juguetona de una casa de campo, mientras los últimos rayos de sol que calientan un poco la tierra entran por la ventana y los pequeños intentan atraparlos con la mano a la vez que los mayores contemplan absortos y admirados la cantidad de partículas de polvo en suspensión salidas de la nada que se ven al trasluz. ¡Cuántas estampas nos dejas, Otoño!
Sin duda eres unas de las estaciones más sentimentales que hay y acarreas cambios atmosféricos y sentimentales. Se pasa del calor al frío a través tuyo y se pasa de la sonrisa a la lágrima también por ti. Y, ojo, querido amigo que ello no es malo. No te entristezcas por mis palabras pues llevan un afecto implícito que es real. El frío es necesario para apreciar el calor y las lágrimas depuran el interior para luego alcanzar nuevas sonrisas. Esa es tu magia y me gusta apreciarla. Fíjate, amigo otoño, eres el hilo que hilvana el verano con el invierno y mientras paseamos con sandalias tenemos la mente puesta en los escaparates que lucen forradas botas para sobrellevar lo venidero. Y eso es solo en tus inicios. En tus postrimetrías, cuando ya somos presa del frío que anuncia la Navidad y da comienzo a tu hermano invierno, mientras calzamos dichas botas soñamos ya con unas zapatillas más abiertas y los primeros rayos de sol que traerá la primavera. Y obviamos que eres tú quien nos libró de los últimos y abrasadores impactos del astro rey y nos has conducido milimétricamente hasta el aguerrido frío que comenzará a despedirse en Febrero según el refranero que habla de la búsqueda de la sombra por el perro. Aunque no sé yo, compañero, la fiabilidad del mismo pues también dice que en Agosto, frío en rostro y no veo yo a la gente con bufandas en esas fechas...
Tienes algo que me atrae y quizás sea que aunque somos conscientes de tu venida llegas de improviso. De repente una tarde de Verano estalla una tormenta y se refresca el ambiente. Al día siguiente el sol pega con fuerza de nuevo pero ya se han evaporado además de los charcos un par de grados del termómetro. Y seguimos en la estación más deseada por todos mientras tú estás anunciando tu llegada. Otro día sin que parezca que viene a cuento se ven caer un par de hojas de los árboles pero el cielo sigue raso, azul, brillante y cegador. No leemos el mensaje de que te estás acercando. Y de pronto, entre fiestas y romerías que coquetean con San Miguel, San Gabriel y San Rafael en un 29 de Septiembre que está rodeado de un Verano que ya tiene ratitos de Otoño y un Otoño que aún pega coletazos de Verano, te implantas de lleno y nos asombramos. Ya te digo que no es por tu culpa pues vienes avisando. Eso es lo mágico. Las cosas que amo no quiero que lleguen porque cuando llegan se van. Quiero oírlas llegar por el repeluco in crescendo que van provocando en mi interior sabiendo que cada vez están más cercanas. Pero tú, querido amigo Otoño, tú eres mágico porque precisamente oyéndote llegar no hago caso al aviso. Y de pronto estás aquí. Este año has llegado el mismo día que ha hecho casi treinta años que marchó de este mundo un hombre bueno del que aprendí mucho. Y ese es otro de los motivos por los que te quiero tanto. Me recuerdas muchas cosas con él...
Otoño, me sabes a cucuruchos de castañas, a huesos de santo, a buñuelos de viento y a almedras garrapiñadas. Me hueles a tierra mojada, a musgo recién brotado, a viento del este y a pan horno de obrador de pueblo. Me haces verte en las primeras nieblas del alba, en el rocío de los campos, en los atardeceres más cortos y los charcos de los caminos. Me suenas a chasquido de hojas secas, a crepitar de llamas de leña de olivo, a burbujeo de limonada y a Domingos de televisión y manta. Me haces sentirte en los terrenos de arena suelta, en los bosques húmedos de eucalipto, en las hojas del calendario y en el tacto de los objetos cotidianos. No sé por qué me evocas una mezcolanza de sentimientos que me equilibra la balanza de lo sentimental, lo nostálgico y lo soñado. Será quizás porque cuando veo a lo lejos parajes de tonos ocres renace en mi interior el niño que fui y me dan ganas de correr hacia ellos pisando, pataleando y jugando con las grandes cantidades de hojas secas que dan forma de alfombra a las calles haciendo gala de tu nombre. Y cogerlas a montones y lanzarlas al aire y dejar que caigan sobre mí como una pacífica lluvia mientras bailo dando vueltas. Será porque el calor del hogar crece en estas fechas y apetece quedarse en casa haciendo experimentos en las tardes de lluvia. Será por algo que no sé ni lo qué será. Pero lo es, querido amigo. Lo es. Ya estás aquí de nuevo, Otoño, y, de verdad, te esperaba.