"Papá, me hago pis". Esa fue la frase que dio lugar a la última gran aventura a la que me sometió mi hija antes de cumplir cinco años. Los niños son imprevisibles, desde luego. Pero inoportunos en su actuación, la mayoría de las veces, mucho más. Desde que nacen, ¿eh? Los que sois papás y mamás lo sabéis. Por ejemplo, te invitan a una boda. El bebé duerme plácido en su carrito. Lleva así dos horas. ¿Cuándo se va a despertar con una barraquera del copón? En mitad de la ceremonia, por supuesto. Tienes una entrevista de trabajo. Vas nerviosa y con la hora pegada porque has estado preparando todo el hato del niño para dejarlo con sus abuelos el rato que estarás ocupada. Justo a la hora de salir se le ocurre evacuar físicamente, por el aliviadero trasero, el potito que le habías dado cuarenta minutos antes. Claro, no vas a dejar al bebé a recaudo con el pañal lleno, so pena de malos olores, irritación cutánea y regañina de tus padres a la vez que te recuerdan que ellos contigo jamás hicieron eso. ¡A cambiarlo! Los nervios in crescendo, el reloj que no para y el abuelo mandándote un whatsapp preguntando cuándo le llevas al nieto a la vez que te dice que vas a llegar tarde a la entrevista. Todo maravilloso. ¿No tenía otro momento la criaturita de hacer caca? Pues no. Justo ahí. Y estas cosas que cuento son reales y ocurren a diario. Yo no me iba a librar, claro. Algunas he tenido ya. Pero la del otro día... ¡Qué situación! Duró, a lo mejor, únicamente quince minutos o veinte entre unas cosas y otras pero a mí me daba algo. Os cuento.
Hace unas semanas tuvimos que ir un Sábado a Madrid por motivos laborales de mi mujer y mi suegra. Rondando el mediodía, serían las 14;00 horas, estábamos por todo el centro. En concreto íbamos a Casa Labra (publicidad gratuita), seguramente la taberna más antigua de la capital del reino donde lo típico es tomarse un vermú y comerse una tajada de bacalao frito. La villa estaba rebosante de gente, había una cola enorme para poder pasar y Claudia quería ver "el reloj de las campanadas de Navidad", "el Oso y el madroño" y "el kilómetro cero". Aprovechando que todo estaba a tiro de piedra, literal, en la cercana Puerta del Sol le dije que la llevaba a ver esas cosas y, mientras, mis suegros y Gemma iban a aprovechar para pasar al Corte Inglés a echar un ojo a la ropa y comprarle algo a mi suegro que había sido su cumpleaños justo el día anterior. Bien, allá que fuimos mi niña Claudia y yo. Ella tan contenta y yo pendiente de ella que quería correr y jugar libremente entre el gentío que había en Madrid a esas horas. Os podéis hacer a la idea. La llevé a ver el reloj con su carrillón, la llevé justo debajo del mismo a que viera la placa que indica el punto inicial de todas las carreteras de España, la llevé a la estatua que simboliza el escudo de la ciudad y estuve haciéndole fotos y explicándole cosas. Y en esas estábamos cuando dijo la frase: Papá, me hago pis. Horror. ¡Socorro! ¿Ahora? ¡Dios mío! ¿Qué hago? Los que han tenido niños pequeños me entienden...
Comienza la aventura. Busco un bar cercano para poderla pasar al baño. El primero que veo es La Mallorquina. Por cierto, sirven unos dulces espectaculares. Bien, allí que voy. Una cola del copón, para variar. Explico a la gente que mi hija pequeña se hace pis, que no quiero colarme sino pasarla al baño y ya está. La gente, algunos amablemente, otros refunfuñando, finalmente me deja acceder. Claudia me dice que se hace pis, como si yo no lo supiera ya. Logro entrar en la pastelería y me preguntan los empleados qué deseo. Les digo que ir al baño con la niña. Me dicen que el baño es solo para uso de clientes, les digo que me pongan lo que sea y me dicen que si quiero consumir debo volver a la cola y aguardar mi turno. Cojo a Claudia de la mano, nos damos la vuelta y abandono el local no sin antes dedicarles una maldición gitana por su empatía. Es necesario indicar que Claudia tenía cuatro añitos cuando ocurrió esto. Sigo. Volvemos a Sol, lleno todo. Miro hacia arriba, hacia abajo y decido probar suerte en el Corte Inglés. Debe haber baño, digo yo. Mi pequeña me dice que se hace mucho pis y que la ponga a hacer pis aunque sea entre dos coches o un árbol. Justo en todo ese meollo de Madrid no hay un árbol y la zona es peatonal así es que ni una cosa ni otra. Imposible. Pasamos al Corte Inglés, atino a buscar el directorio, lo leo rápidamente entero y no hay baño. Debo ir al otro acceso, al del edificio de enfrente. Vamos corriendo y Claudia empezando a decirme "Papá, no me aguanto". ¡Madre mía!
Entramos en la otra sección del Corte Inglés, localizo el directorio y veo que hay baño en la primera planta. ¡Al lío! Diviso las escaleras mecánicas y llevo rápidamente a la niña a las mismas. ¡Ya llegamos, Claudia! ¡Aguanta! Por Ley de Murphy el baño debe estar en la otra punta de donde paren las escaleras. Es directamente proporcional: a mayor necesidad, mayor lejanía. Busco el panel, las señales, las indicaciones y... ¡Correcto! En la otra punta. A correr hacia el baño que la niña se me orina aquí mismo en la sección de corbatas. Llegamos al puñetero acceso, Claudia diciéndome a medias voces "¡¡no me aguanto más!!", la gente mirándome en plan compasivo "pobre-niña que se mea, pobre-padre vaya situación" abro la puerta y localizo el baño para minusválidos, me dirijo a él para no entrar en el aseo de señoras (lógico) y para no meter a una niña de cuatro años en un baño de caballeros, en cuyo interior suele haber un olor horrible, algún tío con la chorra fuera y restos de orines en todos sitios menos donde debe. Pues en esas me dice el Guardia de Seguridad que no puedo entrar ahí. "Mireusté" la niña se hace pis... Lo siento. Ahí no. Mi respuesta fue el silencio. Fui a probar suerte al de mujeres, a ver si no hubiera nadie, limpio y preparo una taza para mi pequeña y... Entre "¡pervertido!!" y "¡habrase visto!" me echaron de allí conforme quise abrir la puerta. Discúlpenme, señoras, perdón. Mi hija se orina y es pequeña. No pretendo matar a nadie, ya me voy. Sólo quedaba una opción y por mi hija doy todo. Claudia, tenemos que pasar al baño de hombres...
Conforme abrí la puerta mi hija se llevó la mano a la nariz y gritó: ¡Papá, huele muy mal! ¡En Madrid son unos guarros! ¡No quiero venir más! La verdad es que causó silencio y risa ahogada a partes iguales. Razón no le faltaba en lo del olor. Ya descubrirá que eso no es cosa sólo de Madrid. Había tres pequeñas portezuelas cuyas tazas, tras ellas, estaban todas ocupadas, así es que no pude abrir ninguna. Pensaba limpiar un poco como fuese lo que hubiera y, aún así, mantener a mi niña en vilo, pero ni por esas. En los lavabos había un vagabundo con una mochila que contenía sus escasas pertenencias depositada en el suelo, junto a sus pies. Estaba afeitándose, sus ojos reflejaban bondad y estaba ensimismado en su tarea. Es más, al ver la situación fue el único que emitió un "Buenos días" sin dejar de mirar al espejo, pero, al menos, saludó. Pobre hombre, rica persona. Dos hombres que estaban orinando en los urinarios de pared terminaron prácticamente a la par y fueron a lavarse las manos, en los lavabos de al lado del vagabundo. Se quedaron todos los urinarios vacíos, las portezuelas de tazas seguían cerradas y el del afeitado estaba a lo suyo. Cogí a Claudia en brazos, me aseguré de que no mojase su ropita y la acerqué todo lo que pude al urinario de la esquina, sin que ninguna parte de cuerpo tocase el mismo. Mi hija me miraba extrañada y le dije que tenía que hacer pis así y ahí. La pobre, en su afán de ayudarme y terminar la historia cuanto antes, me decía que podía apoyarse ella en el urinario y le dije que ni arrimase la mano. Vaya cuadro. Conforme ella empezó a liberar su vejiga, yo comencé a escuchar el pis caer al suelo. Lo siento mucho, Madrid. Es lo que hay. Otro charco más que limpiar no es nada al lado de la cantidad de plastas de perro que campan por tus calles en cuanto te alejas un poco del centro.
En cuanto terminó, la puse de pie y la limpié con unos kleenex. Mis zapatillas estaban literalmente meadas y mi pantalón vaquero repleto de salpicaduras. Sonreí. Pensé que cosas de esas, supongo, son anécdotas que todo padre y madre tendrán sobre sus hijos por doquier. Es más, a saber en las que yo siendo niño fuese protagonista y metiera en aventuras así a mis padres. Nos lavamos ambos las manos, nos despedimos del vagabundo que estaba perfilándose una patilla y obvió completamente nuestra escena y salimos de allí triunfantes. Claudia seguía con su manecilla sobre la nariz intentando esquivar el olor que se adueñaba del baño. Yo tan orgulloso de haber logado capear una situación que había ido pasando de novillo a morlaco conforme se sucedían los acontecimientos. Nada más enfilar el pasillo de salida, miré al vigilante de seguridad y le dije un "Gracias" cargado de desprecio que a la sazón de su gesto de agachar la mirada debió entender. Así tenga trillizas y le meen las tres el uniforme y las botas cuando esté lejos de casa. Uda. Y, justo antes de salir, ¡tachán!, aparecen mi suegra y mi mujer que iban ellas al baño. ¡Venga, por favor! Encima me dice Gemma que donde voy con el pantalón y las zapatillas así... ¿Por qué no aparecieron diez minutos antes y nos habrían ahorrado a la pequeña y a mí una maratón de sinsabores? En fin... Sonrío otra vez. Miro a Claudia. Le guiño el ojo. Miro a Gemma y señalando a mi pequeña y encogiéndome de hombros le digo: "Papá, me hago pis".