Cuentan las calladas y silentes piedras de San Lorenzo, a quien las sabe escuchar, que en un rincón de la Placita vive un hombre bueno que bien pudiera ser el mismo Dios aunque haya quien no lo crea. Dicen que viste túnica morada y aprieta entre sus manos un madero y que, aunque no lo parezca, sonríe cuando los vencejos vuelan de madrugada y comienza a despuntar el alba. Tiene la cara y las manos muy morenas, casi negras, como los trabajadores del carbón y, por ello, los antiguos sevillanos y algún que otro cofrade culto, lo llaman el Cisquero. Se oye que aúna la dualidad que habita en Híspalis en Él mismo. Ni barrio, ni centro. Ni capa, ni negro. Ni Nervión, ni la Palmera. Ni el Arco, ni Pureza. Ni música, ni silencio. El Señor. Y con eso basta. Y no hay hispalense que discuta quién es quien manda en Sevilla cuando de la fe se habla. Lo han visto caminar entre las gentes, arrullar a un niño entre sus brazos, calmar el llanto de la Macarena y hacer sonreír a la Trianera. Se sabe que todo lo puede y que quien lo visita se encoge. ¿Hay alguien que le aguante la mirada cuando en su besamanos te lo encuentras cara a cara?
Se oye que una vez un hombre que iba siempre a visitarlo le pedía con deseo que su hijo se sanase de una mala enfermedad. Tanto fue a su casa a verlo que le hablaba al propio Dios de tú a tú, como a un amigo, como cuando confiesas tus pecados con un ser querido. Y el Cisquero lo miraba con ternura y con pasión, pero escribiendo unos renglones que no los entiende nadie, llamó al muchacho a su vera y lo alejó de la de su padre. Volvió el hombre bueno y lleno de fe a San Lorenzo y mirando al Gran Poder a la cara le espetó el haberle fallado, cosa que él nunca hizo cuando iba a visitarlo. Y juró que no volvería a pisar su casa santa y que si quisiera Él verlo, tendría que apañárselas para salir de su Basílica y encontrarse en su morada. Pensó por una vez que era el Cisquero sólo un cristo de madera y que no tendría el gran poder que lleva por nombre para acometer esa empresa. Y se marchó el hombre llorando por las pérdidas habidas, la del hijo y la del amigo que en San Lorenzo habita y mascando entre su orgullo que no podría nunca el Cisquero aceptar el reto y suturar su herida.
Y llegó la madrugada. Esa que cuando la noche se torna en color de agua anisada y pelean la luna y el sol por alumbrar la mañana, los jilgueros cantan que vuelve el Señor andando, pasito a paso a su casa. Pero aquel año el Cielo pintaba negro, muy negro, como las manos del Cisquero por el color que le dan las mechas de los cirios que le alumbran en San Lorenzo. Y se abrieron las nubes y cayó la lluvia mojando el paso del Señor, su túnica y su barbilla, mientras su mirada dulce buscaba en Sevilla una casa donde resguardarse. Y ocurrió la maravilla. Esa que sólo el Gran Poder puede hacer y que escribió en su mandato para cumplir lo retado sin que nadie lo hubiera imaginado. La Hermandad puso rumbo a unas portadas para proteger el paso, mientras la lluvia arreciaba y la madrugada negra un milagro presagiaba. Llegó la Cruz de Guía a una humilde morada, con un gran zaguán y unas altas portadas. Y vieron que era bueno el lugar para que el Señor parara. Llamaron a la puerta de aquella casa, en la que vivía un hombre bueno que todavía lloraba la pérdida de un hijo al que mucho amaba. Lo despertaron de madrugada. ¿Quién es? La Hermandad del Gran Poder te llama. Y al abrir la puerta vio al Cisquero cara a cara. Había ido a su casa a verlo tal cual como él le retara. Se fundieron las miradas y sobraron las palabras.
Muchas fueron las lágrimas y tintas vertidas por aquella madrugada. El Gran Poder de Dios otra vez manifestaba que sólo Él puede hacer lo que nadie cree que haga. Y esto mismo me pasó a mí aunque no de madrugada. Y por otro motivo. Pero Él así lo quiso y fue una señal que no se olvida. Siempre hube pregonado que cuando mi hija naciera lo primero que haría en la ciudad de Sevilla, sería ir a verla. No podía ser de otra manera. Mi alma macarena así lo quisiera. Llevar a mi niña Claudia allí donde vive la Esperanza debería haber sido la primera hazaña. Sin embargo y sin planearlo actuó de nuevo el Cisquero. Aquí primero. No sé cómo ocurrió ni recuerdo por qué sucedió. Pero mis pasos de alguna manera cambiaron el rumbo de la Macarena y fueron a parar a San Lorenzo, a la Basílica donde vive el mismo Dios con el que me encontré de nuevo. Y de esta manera fue su casa la primera que pisó mi hija. Y después la de su Madre, la que por concordia le cede el puesto y nos lleva en volandas, sin darnos cuenta siquiera, hasta el barrio que lleva el nombre de su nombre: Macarena. Así se las gasta el Gran Poder. Y es que, no lo olvidéis, lo creáis o no, el Cisquero... es el Cisquero. Y será el mismo Dios para el pobre y el enfermo, el mismo que se ve al fondo de una esquinita en San Lorenzo, el mismo que nos ampare en la tierra y en el Cielo.