Tenía que escribirte. Así sin más. Me tienes calado tan hondo que al igual que necesito ir a verte a tu Basílica de vez en cuando, necesito reventar mi alma de sentimientos que pueda plasmar en palabras porque inundas todo mi sentir y no cabe más amor hacia a Ti en mi interior, mi querida Esperanza. Porque no dejo de soñarte en tu camarín de Reina en el que, desde tu espalda, veo reflejados tus dos perfiles en los espejos tocados por la gracia de Dios que sirven para mostrar al hombre la cara de su madre. Porque no dejo de acordarme del día que ante Ti me arrodillé en el altar de tu casa y besando el Libro de Reglas de tu familia en la tierra, hermandad mía macarena, me acogiste en el seno de tu gracia concediéndome la dicha de ser hermano e hijo. Porque no dejo de evocarte en la Madrugá de vuelta cuando tras visitar a Madre Angelita enfilas la calle Feria dirección al templo y mi mirada se pierde buscando tu cara entre los varales que sustentan tu palio. Porque no dejo de recordarte cuando entre las llamas de la candelería que iluminan tu rostro de noche cuando vienes revirando la Alameda hacia Trajano, clavo mis ojos en los tuyos y renuevo mi juramento de amor macareno. Tenía que escribirte.
Cuando las volutas del incienso que te anteceden invaden mi espíritu la mágica noche del Jueves Santo noto en mi interior que algo grande va a suceder. Son tan sólo minutos, segundos quizá, pero de mis ojos caen dos lágrimas rodando por mis mejillas de cofrade con tan sólo vislumbrar que se acerca tu paso. Y aunque en la Madrugá no fuere, igual me ocurre cuando próxima tu salida o días después de haber concluido, comienza mi vista a intuir tu silueta a través del atrio de tu capilla. Una lágrima aumenta cada año y es por los recuerdos. Otra lágrima se mantiene hasta que tu Hijo lo mande: es de agradecimiento por poder ir otro año más a verte. Y por dentro me lleno de Esperanza. Que a nadie le falte la esperanza. Desde que te viera por vez primera ya sabes que me entregué a Ti. Y nunca fallo a la cita. Aunque sea el Domingo de Resurrección y un minuto de gloria tan sólo en mi reloj, me da tiempo a ponerme delante tuya y hablarte y saludarte, Madre mía. Y tienes la carita manchada del humo que te acompañó en tu paseo mientras acercas la esperanza al mundo y a mí me parece la carita más linda que haya, la carita de la Esperanza tras haber cumplido un año más. Tus velas derretidas y los pétalos de rosa que entre ellas se hallan dan testimonio de que el pueblo te recibió. Y yo contigo. Yo te necesito lo entiendan o no. En la Semana Grande he de verte y lucho contra viento y marea porque así sea. Y voy a verte, Esperanza. Aunque sea un minuto te decía, ¡cuántas cosas te cuento en un minuto mirándote en silencio mientras el bullicio del gentío me rodea! Cuántas cosas, Madre mía, cuántas cosas. Y espero poder cumpliendo y que me siga resbalando esa lágrima y quienes me vean no sepan el por qué.
Por algo que ignoro me llamaste a tu casa a conocernos en mi adolescencia, quizás en mi más arraigado nacimiento cofrade personal y autónomo, si bien en mi casa ya hubo germinado la semilla del amor por la cera, el incienso y el redoble de un tambor. Y allí me presenté y vi por vez primera tus cinco verdes esmeraldas tintineantes en tu pechera. Y ví tu cara entre sonrisa y llanto y supe que algún día sería tu hijo y de aquellos hombres su hermano. Allí comenzó todo. Por la tarde noche de aquel Septiembre que festejaba macarenamente cuatrocientos años de historia, contemplé tu altar itinerante avanzando de frente por Don Fadrique. Qué recuerdos, Madre, qué recuerdos. Y desde entonces hasta hoy. Veinte años hará la próxima otoñada antes de que mis vaharadas avancen felices hacia Triana. Pero antes iré a verte porque sé que bajas del Cielo a la Tierra para dar comienzo a la Esperanza que el hombre llama Navidad. Y soñar de nuevo con besar tu mano en Navidad... Es mi sueño en estos días. Y llenarme de Esperanza de verdad. Veinte años se consumarán en el otoño de aquí a un año. Y desde entonces hasta hoy.
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