Hace muchos años, quizás una veintena, en una madrugada de Miércoles Santo, cuando ya regresaba la Cofradía de la Humillación de Nuestro Padre Jesús de las Penas de su recorrido penitencial y se disponía a hacer su entrada, un incipiente amigo cofrade, a día de hoy amigo verdadero, compañero de costal y agraciado con la paternidad que nos regaló el Rabí de los Ángeles cuando compartíamos cuadrilla bajo Él (ahora yo sigo en el misterio pero él está en el palio) me dijo: "Este Cristo se hace querer. ¿Y sabes por qué? Porque va muy sólo. Y se le quiere y se le acompaña porque da pena". Aquella frase se quedó grabada a fuego en mi memoria pues yo era de las personas que sin ser hermano de aquella cofradía la seguía de principio a fin y me gustaba ver el vaivén de la túnica granate del Señor cuando caminaba por la silente noche desde la una y media de la mañana. A su entrada apenas una veintena de capillitas quedábamos, pues se rondaban las cinco de la mañana y el día siguiente era laboral. Y yo estaba en esa veintena viendo al Señor. Y desde aquella madrugada lo quise más todavía porque iba muy sólo y ni siquiera estaba Simón de Cirene con Él sobre el paso. Me llamaba esa cofradía. Y entre eso y muchos amigos que formaban parte de la misma y compartíamos sones de corneta juntos, el año siguiente me hice hermano de las Penas...
Y llegó el momento porque Él lo quiso. Mascullando la idea despacito algunos años al final dí el paso. Iba a ser su costalero. La afición a la herramienta de trabajo que desarrolla el pasear la fe bajo las divinas maderas y ese Cristo sólo que se hacía querer precisamente por su soledad me atrajeron a su reino, si bien por entonces ya salía a las 21;30 de la noche del Martes Santo culminando su estación en la recién estrenada madrugada del Miércoles Santo. Y el marco era incomparable. Soledad, silencio y oscuridad que se rompían con la llamada del muñidor a las puertas del Convento del Carmen y salía el Señor ya con un Cirineo a dejarse abrazar por las miradas y sentimientos del pueblo. Un repeluco que sólo el costalero comprende recorría mi cuerpo escuchando tan sólo el racheo y la voz de quien fuera mi primer capataz en el oficio y con el que disfruté verdaderos momentos íntimos con el Dios que vive en el Carmelo. Mi recuerdo para Marcelino Abenza, maestro de capataces y costaleros.
El reloj de la vida avanza y la cofradía cambió su horario de salida a las 21;00 horas, adelantando todavía media hora más el horario para hacer más liviano el esfuerzo de los hermanos de luz y de los hombres buenos y valientes que formaban su cuadrilla y tenían que trabajar al día siguiente. Y, por supuesto, pensando también en la gente de la ciudad que quería acompañar las Penas del Señor e igualmente debía ganarse el pan en la mañana laboral del Miércoles Santo. Y allí seguíamos las mismas caras que en aquellas madrugadas acompañábamos a Dios por las calles. Y me gustaba verlas. Y seguro que ellos al ver la mía también recordaban y recuerdan aquellos años de sonidos de un tambor destemplado marcando el son de los costaleros. Algunos tras el antifaz del hábito nazareno, otros con costal y faja y otros callados por las calles caminando junto al paso. Pero fuere como fuere queriendo al Señor. Queriéndolo y caminando con Él porque ahora hay mucha gente a su lado y la hermandad está de babero, pero hubo unos años en que el Cristo estaba sólo, muy sólo. Y por eso aquella gente cercana lo quiere. Porque empezó a quererlo entonces. Y así siguen. Y me enorgullece formar parte de ese grupo humano que sin duda Él eligió.
He pasado diez años bajo su paso y parece que fue ayer cuando me acerqué a la igualá. Diez noches de Martes Santo que tras los faldones me han traído una enormidad de sonrisas recordando preciosas tardes y noches de Martes Santo con amigos y un sentimiento común: amor por las cofradías. Diez noches maravillosas ejerciendo el oficio costalero bajo una imagen que me caló muy hondo y no por belleza estética, ni artística, ni calidad de su talla, sino por su humanidad y soledad, por ser el primer paso que saqué en silencio y que me enseñó la unión del hombre con Dios a través del costal. El Cielo, los kilos y yo. Sin aplausos, sin gente abarrotando las calles, sin música, sin cambios. Racheo y zancada poderosa y de frente, silencio en las maderas y el Hijo del Hombre caminando sobre ti. Sólo el que va debajo lo sabe. Diez años maravillosos que han cerrado un ciclo precioso y cuyo recuerdo permanecerá por siempre en mi interior. Diez años a los que he querido poner fin ahora para ir empezando mi retirada del costal y enfrentarme a lo que más temo en la Semana Grande: ver los pasos que he sacado desde fuera. El próximo Martes Santo será duro, muy duro. El Señor de las Penas seguirá caminando con gente y quién estará sólo seré yo. Volveré a ver sus faldones por fuera y no por dentro. Pero he disfrutado mucho. Muchísimo. Y eso para mí se queda.
Llegará otra vez el Martes Santo y llamará el muñidor a las puertas del Carmelo. El silencio se hará oración y el terno negro dará las órdenes para pasear a Dios por las calles. Dos lágrimas rodarán por mis mejillas. No tendrán el sabor salado que las caracteriza cuando alcanzan la comisura labial. Serán agridulces fruto de la nostalgia, la memoria, el recuerdo, la esperanza y las gracias. Y lo seguiré. Lo seguiré en soledad por las calles. Recordaré cómo aprendí a quererlo hace veinte años. Y su soledad será la mía y estoy convencido que me querrá como yo lo quiero a Él. Son muchos recuerdos, muchas vivencias, muchos momentos. Me cuesta ya escribirlo en pasado porque no soy su costalero desde que arrié el zanco el pasado Martes Santo en el templo carmelitano, pero para mí es un orgullo y un privilegio decir "fui costalero del Señor de las Penas". Seguiré queriéndolo siempre sea la talla que sea porque lo que Él me enseñó no me lo enseñó nadie. Y lo hizo en soledad, en silencio, transmitiendo su nombre, sin música, sin aplausos y sintiéndose arropado por aquel grupo de personas que seguíamos su camino. Un Maestro, sin duda, como cuando lo hizo en Galilea: el Señor de las Penas.
Y llegó el momento porque Él lo quiso. Mascullando la idea despacito algunos años al final dí el paso. Iba a ser su costalero. La afición a la herramienta de trabajo que desarrolla el pasear la fe bajo las divinas maderas y ese Cristo sólo que se hacía querer precisamente por su soledad me atrajeron a su reino, si bien por entonces ya salía a las 21;30 de la noche del Martes Santo culminando su estación en la recién estrenada madrugada del Miércoles Santo. Y el marco era incomparable. Soledad, silencio y oscuridad que se rompían con la llamada del muñidor a las puertas del Convento del Carmen y salía el Señor ya con un Cirineo a dejarse abrazar por las miradas y sentimientos del pueblo. Un repeluco que sólo el costalero comprende recorría mi cuerpo escuchando tan sólo el racheo y la voz de quien fuera mi primer capataz en el oficio y con el que disfruté verdaderos momentos íntimos con el Dios que vive en el Carmelo. Mi recuerdo para Marcelino Abenza, maestro de capataces y costaleros.
El reloj de la vida avanza y la cofradía cambió su horario de salida a las 21;00 horas, adelantando todavía media hora más el horario para hacer más liviano el esfuerzo de los hermanos de luz y de los hombres buenos y valientes que formaban su cuadrilla y tenían que trabajar al día siguiente. Y, por supuesto, pensando también en la gente de la ciudad que quería acompañar las Penas del Señor e igualmente debía ganarse el pan en la mañana laboral del Miércoles Santo. Y allí seguíamos las mismas caras que en aquellas madrugadas acompañábamos a Dios por las calles. Y me gustaba verlas. Y seguro que ellos al ver la mía también recordaban y recuerdan aquellos años de sonidos de un tambor destemplado marcando el son de los costaleros. Algunos tras el antifaz del hábito nazareno, otros con costal y faja y otros callados por las calles caminando junto al paso. Pero fuere como fuere queriendo al Señor. Queriéndolo y caminando con Él porque ahora hay mucha gente a su lado y la hermandad está de babero, pero hubo unos años en que el Cristo estaba sólo, muy sólo. Y por eso aquella gente cercana lo quiere. Porque empezó a quererlo entonces. Y así siguen. Y me enorgullece formar parte de ese grupo humano que sin duda Él eligió.
Llegará otra vez el Martes Santo y llamará el muñidor a las puertas del Carmelo. El silencio se hará oración y el terno negro dará las órdenes para pasear a Dios por las calles. Dos lágrimas rodarán por mis mejillas. No tendrán el sabor salado que las caracteriza cuando alcanzan la comisura labial. Serán agridulces fruto de la nostalgia, la memoria, el recuerdo, la esperanza y las gracias. Y lo seguiré. Lo seguiré en soledad por las calles. Recordaré cómo aprendí a quererlo hace veinte años. Y su soledad será la mía y estoy convencido que me querrá como yo lo quiero a Él. Son muchos recuerdos, muchas vivencias, muchos momentos. Me cuesta ya escribirlo en pasado porque no soy su costalero desde que arrié el zanco el pasado Martes Santo en el templo carmelitano, pero para mí es un orgullo y un privilegio decir "fui costalero del Señor de las Penas". Seguiré queriéndolo siempre sea la talla que sea porque lo que Él me enseñó no me lo enseñó nadie. Y lo hizo en soledad, en silencio, transmitiendo su nombre, sin música, sin aplausos y sintiéndose arropado por aquel grupo de personas que seguíamos su camino. Un Maestro, sin duda, como cuando lo hizo en Galilea: el Señor de las Penas.
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