Hay muchas ocasiones en las que la vida parece un espejo mágico. Y digo esto porque en ocasiones vemos el reflejo antes que la imagen. Quizás con el paso de los años y las experiencias y sapiencias acumuladas logramos entender el por qué de ciertas cosas. Algunos dirían que Dios escribe con renglones torcidos y no es sino cuando hemos concluido la lectura cuando nos damos cuenta del discurrir del guión. A lo mejor la historia la sabíamos de ante mano pero lo que no sabíamos es cómo acontecería la misma. Perdón si hoy es de los días que estoy más filosófico o metafísico, pero he amanecido así y es complejo evadir el estado de ánimo cuando se vierten líneas. De hecho, cuando releo antiguas entradas de este querido Rincón, recuerdo cómo me encontraba cuando las narré y veo entre las líneas el reflejo de mi estado de ánimo en ese momento. Y sonrío con nostalgia o picardía. Ahora sonrío de nuevo porque en cuestiones laborales también me ocurre y cuando leo ciertas demandas narradas por mí, contestaciones a recursos de apelación o las escaletas de los juicios, veo el reflejo de cómo tengo el ánimo en el momento de la redacción. Y se nota, se nota sin dudas. En la vida ocurre igual. Y siempre, siempre, siempre lo vemos a toro pasado cuando la vida nos ofrece el reflejo o, en ocasiones, la imagen real de la que más tarde veremos el reflejo.
El caso es que mi hija me ha regalado un dibujo. Me ha hecho un dibujo y me ha dicho "Papá, quiero que lo pongas en el despacho". Y sin dudarlo así lo he hecho. Mi pequeña Claudia, a sus cuatro años, me ha hecho convertirme en el protagonista de otro de esos reflejos de la vida. ¿Por qué? Fácil. Cuando yo era niño, pero niño ya grande, de unos diez años, veía en algunas oficinas o bancos los dibujos que los niños, pero niños pequeños, de la edad que tiene mi hija ahora, les habían hecho a sus papás y a sus mamás y estos lucían con total orgullo. Yo veía esas pinturas como horribles, destartaladas y más feas que una nevera por detrás. Lo que yo no veía y ahora me refleja la vida es la enorme carga de cariño y amor que rezumaban tanto por el artista creador como por el progenitor receptor. Esas cosas son lecturas que se aprenden con el paso de los años cuando descubres lo que puede significar u ocultar un silencio o una mirada. Y hoy soy yo un padre homenajeado por un dibujo de una hija pequeña. Y sonrío viendo su obra con el rostro enternecido y el corazón henchido. ¡Cómo cambia la imagen dependiendo de quién la vea! ¡Qué reflejo infancia más bonito he tenido entendiendo el verdadero significado!
Ni que decir tiene que mi pequeña le ha dicho a Gemma que tenía que venir al despacho de papá a ver si había puesto su dibujo en la pared. Y por supuesto lo ha hecho en cuando ha podido. ¡Faltaría más! Y me ha abrazado tan feliz al verlo colgado en la pared. Acto seguido ha ido corriendo a su rincón favorito a jugar con las virutas de la destructora de papel. Y a mí se me cae la baba, ¿qué os voy a decir? Es curioso cómo cuando hace unos años yo veía un "horrendo dibujo" en alguna pared pensaba "¿pero cómo les gusta eso? Vale que lo haya dibujado un niño pequeño, pero ¡¡es horrible!! " y, sin embargo, ahora, sabiendo que haya quien pueda pensar lo mismo al ver el dibujo de mi pequeña en la pared de mi despacho, luzco con todo el orgullo de padre del mundo el retrato que mi hija me ha hecho. Fijáos que visión más distinta y en realidad la acción es la misma sólo que desde otro prisma, desde otro lado del espejo donde la imagen refleja un significado totalmente diferente. Y, tal cual antes decía, el significado es diferente porque la experiencia de la vida así lo hace en nosotros, pero esa imagen lleva existiendo años: fuimos niños pequeños que hacíamos dibujos, fuimos niños grandes que nos reíamos de esos dibujos y fuimos personas adultas que supimos ver mucho más en esos dibujos que una simple expresión artística que un pequeño nos regala. Y con el paso de los años miramos la misma estampa en el mismo espejo mágico de la vida y nos ofrece un reflejo acorde a cada etapa. ¿No es maravilloso?
La obra en sí, además del cariño y amor con que me la ha hecho mi niña Claudia y el afecto inmedible con el que me la ha regalado de sorpresa, refleja lo que ella ve en mí y lo que le gusta resaltar de su papá. Me pone una sonrisa grande porque sabe que soy feliz con ella y siempre me rio mucho y jugamos un montón, me pone unas piernas largas porque dice que papá es muy alto y la coge en brazos muy arriba, me pone manos con un montón de dedos para hacerle cosquillas y comidas ricas y, el detallazo, me pone entremedias del pelo un mechón de flequillo porque le encanta darme golpecillos en el mismo y despeinarme. A vista de un niño pequeño es un dibujo de otro niño pequeño. A vista de un niño grande es un dibujo feo y horripilante que ha hecho un niño pequeño. A vista de un adulto es un dibujo de un niño como el que él mismo puede tener en casa o en la oficina hecho por su hermano, su hijo, su sobrino o su nieto. A vista mía es una preciosidad, un recuerdo permanente, un motivo de sonrisa, un pilar donde sustentarme, una lección más de aprendizaje, otra experiencia acumulada, otra vuelta de tuerca en el tornillo de la sabiduría y, por supuesto, un precioso y mágico reflejo de la vida.
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