viernes, 15 de enero de 2016

UN PUCHERO DE BARRO

Esta es la historia de un puchero de barro, pero no un puchero cualquiera, un puchero que como digo tiene historia. Un puchero que tiene pasado, presente y futuro. Hoy os narro una de esas cosas cotidianas que tanto me gusta compartir con vosotros ya que creo firmemente que son las que le dan sentido a la vida. Y me decanto por esta historia para empezar el año en el blog porque este 2016 creo que no me propondré propósito alguno. Total, cada vez que me propongo algo y aunque sea en una milésima parte no depende de mí, no lo logro y no se cumple. Así es que no me propondré nada y que Don Destino por llamarlo de algún modo obre en mí lo que quiera que de todo se harta uno. Me dedicaré a lo que mejor sé hacer: intentar vivir siendo feliz y arrancando sonrisas a los demás que a la vez me hagan sonreír a mí. Y así llegó a mis manos el puchero de barro, entre sonrisas, un día del pasado verano comenzó a fraguarse. ¡Qué cosas! En pleno invierno y yo mentando al verano. Pues sí. Desde Nochebuena ya vamos para el estío y cuando llegué San Juan ya iremos otra vez al frío. Eso es así. Y aunque suene contradictorio es real. Alcanzado el día que comienza el invierno empiezan los días a alargar hasta que estalla el verano y, en ese mismo momento, a menguar empiezan de nuevo hasta llegar otra vez al invierno. Pero no quiere decirse que se correspondan plenamente con las temperaturas que los acompañan, ¿eh? No os volváis locos. Que además estamos aquí para hablar de un puchero que no del tiempo y para loco ya tengo yo el entendimiento.

En verano decía comenzó a fraguarse la historia del puchero. Hicimos una barbacoa nueva en el campo y yo como manchego de buen yantar (y gañán de definición) ya le hacía idea no sólo a los guisos y asados veraniegos sino a las comidas a fuego lento del frío invierno. E idealicé en mi mente un puchero de barro lamido por las llamas de la lumbre y cociendo en su interior un buen puñado de judías con patatas y chorizo desprendiendo aromas de pimentón y laurel. ¡Anda que no! Y no se me iba el empeño de la cabeza y sabía que a finales del estío tendría ocasión de adquirirlo en una visita que hago anualmente a uno de los vecinos más viejos de la Mancha: el Cristo de Urda. Me gusta ir a verlo en sus días de honra y pasear por aquella feria tan pura y llana como la que pateó Don Quijote. Siempre hay puestecillos de productos típicos y de útiles y aperos de estos campos nuestros, entre los que recordaba haber visto otros años pucheros y ollas de barro como el que me rodaba a mí por la sesera.

Y fueron cayendo las hojas del calendario y con ellas se acabaron las vacaciones y llegó la vuelta al trabajo, anunciando la decadencia del verano y un otoño inminente que ya acechaba en breve tiempo. Casi sin darnos cuenta llegaron los últimos días del noveno mes del año y llegó el momento de ir al toledano pueblo a ver al Señor en su barca. Y allí nos dimos cita. Cumplí la tradición y fui a la feria en busca del puchero de barro. A decir verdad de los pucheros de barro, pues quería uno para guisar y otro pequeño para hacer café al tizón. Como suena. Café de puchero y cuando está bien caliente se le introduce dentro una brasa limpia de cenizas. En ese momento bulle el agua muchísimo y el café se mezcla con el humo y adquiere un buqué caracterísitico. Luego se cuela bien y se sirve. El regusto a leña y el aroma a antaño que te impregna la boca a cada sorbo de ese café de puchero es digno de memorándum. Haced la prueba y me contáis. Ya os digo que soy manchego cerrado y disfruto con las tradiciones y saberes de mis mayores. Pues allá que iba yo relamiéndome de las judías y el café que haría con los pucheros y la lumbre de la barbacoa cuando los ví. La gente que me conoce se reía aquel día pero bien que me han pedido posteriormente que los invite a judías. Pues eso. Los ví y me imantaron y me dejé imantar...



Compré finalmente dos pucheros de barro (dejé la olla para otra ocasión y, por cierto, ya la tengo y he hecho cocido campero con ella) y un molde para flores. Me quedé con ganas de comprar también una candilera para hacer rosquillos de candil de forma artesana, pero bueno, otro año será. Tampoco tengo todo el tiempo que quisiera para estar de lumbre en lumbre, aunque en realidad me encanta y soy feliz cocinando así para los demás. Y como en eso no tenía que intervenir fuerza ajena alguna y dependía de mí y sólo de mí, de vuelta que me volví con mis pucheros en el coche. Y bien poco tardé en estrenarlos. Estaba claro que las judías que lo inaugurarían serían pintas, mis preferidas desde niño. Y así fue. En las fotos podéis ir viendo el resultado. No me diréis que no es de escándalo, ¿eh? Y si encima a la par que cuecen las judías hago un revientalobos tostando las guindillas y cayenas a la brasa, amaréis este guiso como yo a mi tierra. Y fijaos que cosa más simple os cuento: la historia de un puchero de barro que de barro fue fraguado y de barro me fue entregado. El pasado en Urda lo tuvo, el presente en Fernancaballero lo gasta y el futuro en la lumbre del que me invite a su casa. ¡Qué cuestión más simple!


Y lo que sonrío yo con mi puchero no tiene precio ninguno. Por eso mismo gasto estas líneas contándoos tal cosa, porque seguro sonreís con esta pequeña historia. Otro detalle cualquiera en otro cualquier día que poco a poco llena de alegría la mochila. Eso no lo da el destino, lo da la esencia del día a día. Así es sonrisas y nos quiten lo bailado. ¡Salud! Y judías en el puchero que yo os haré de guisandero. Y quien quiera café en el postre no se haga el remilgón que tengo un puchero chico para hacer café al tizón. ¡Salud! ¡Salud, os digo! ¡Salud! Feliz Año Nuevo sin propósito ninguno, me conformo con seguir igual, con vivir y contaros más historias como la de este puchero.