lunes, 11 de abril de 2016

ADIÓS, AMADA MÍA.

Adiós, amada mía, hasta la vista. Qué dura es tu retirada y más cuando queda más de un año para que llegues de nuevo. Todos mis sueños y anhelos desvanecidos en ocho efímeros pero intensos días. Un año soñándote para que tu realidad se esfume en lo mismo que tarda en deshacerse en el aire la voluta de humo de un incensario recién prendido que anuncia tu llegada. ¡Tu llegada! Y con ella tu adiós. Cuando llegas es el principio del fin. Cuando el calendario cofrade marca que quedan cuarenta días empieza todo a consumarse. Ni siquiera ya has llegado y ya te estás marchando. Cuarenta días y cuarenta noches, ¡pero qué cuarenta días y qué cuarenta noches! Días de disfrute de tu sabor en el paladar y días de consciencia de un avanzar sobre los pies hacia el final de la rampa eterna para explotar en el summun cofradiero que es un hola y un adiós. Desfilan niños en la rampla del Salvador y me caen dos lágrimas parejas: una de la alegría de tenerte y otra de que ya empiezas a marcharte. Cada paso que dan los costaleros que llevan a Dios hecho un chiquillo sobre una tierna borriquita es un paso que no ha de volver atrás y que queda consumado dando lugar a una nueva espera. He estado otra vez soñando lo vivido y ahora que comenzaba a vivir lo soñado de nuevo te has marchado. Siempre te digo que no quiero que llegues sino que quiero oírte llegar. Pero llegaste, sí. Y me dejaste recuerdos imborrables una vez más. Recuerdos que ya anhelo y que os vengo a contar. Así fue mi Semana Grande.

Amanecía un Domingo de Ramos que daba comienzo a la Gloria y tenía preparada mi papeleta de sitio como costalero del Rabí de los Ángeles que pasea Cautivo en su Prendimiento. La mirada puesta en el cielo me evocaba temor a la lluvia y añoranzas del Maestro Eucarístico que reside en los Padres Terceros de la sevillana calle Sol. La nefasta climatología anunciada para esos días respetó y tuvo la decencia de descargar sus nubes cuando no había cofradías en la calle. Curioso que lloviendo tres días en Semana Santa se hiciese pleno de recorridos procesionales y no se mojase ninguna hermandad. Pero así fue. Y para mí el inició fue en el zanco izquierdo del Dios Cautivo a los sones del Himno Nacional, sacando al Señor a la calle sobre cuna de arpillera y al compás de Santo Tomás de Villanueva. Lo que se vivió debajo del paso en esos momentos es indescriptible. Lágrimas de capataz y lágrimas de costalero: por los que no están, por los que vendrán y por los que necesitan Salud. Y quién sepa de esos instantes sabrá el pellizco que tengo en el rincón de la fe al escribir estas líneas.
"Domingo de Ramos quien no estrena no tiene ni pies ni manos". Estrené unas tirantas azules del color que caracteriza a mi hermandad y disfruté debajo del paso del oficio más bello del mundo con una conjunción de amistad, fe, emoción y romanticismo clásico que no tiene parangón. Momentos como el saludo al Dios Nazareno que habita en San Pedro en el que paso se levantó a la voz de un niño pidiendo por otro niño no tiene forma de ser explicado. Quien lo viese lo sabe. Y vivirlo bajo las divinas maderas es una vivencia para enmarcar y tener en primera línea en las estanterías del alma. No pudo tener mejor cierre el día que la Gloria empieza que saber que el año que viene Dios Cautivo procesionará seguido de su Madre de Salud bajo palio.

El Lunes Santo tenía un as guardado bajo la manga. Acudí fielmente al Vía Crucis de penitencia que organiza al Arciprestago de la Diócesis de Ciudad Real. El día había estado lluvioso y nada hacía presagiar que sería los pies del Cristo de la Buena Muerte. Pero se ve que Él así lo quiso y tuve la dicha de volver a portarlo sobre mi hombro que desde años no lo hacía. Son de esos detalles que cuando a uno le flaquea la convicción de la fe te hacen sentir que quien escribe los renglones de la historia no eres tú. Y queda más aún para el recuerdo que al portador que yo le dí relevo fue a mi padre, del que comencé en mi infancia a ir de su mano a tal acto. Otro detalle más que hará de esta pasada Semana Santa 2016 que sea inolvidable. Retazos de un Lunes Santo que acababa de una manera diferente a como siempre he vivido: una persona que siempre termina el día llorando por uno de esos motivos que te impone la vida y que jamás entenderé, acabó el día feliz y con una sonrisa en la cara que jamás le había visto. Sólo Él sabe por qué lo uno y por qué lo otro.

Martes Santo gris y de lluvia. Desde que llevo sacando al Señor de las Penas bajo su altar de madera itinerante jamás había visto al cielo llorar de esa manera. Sería porque este año era el primero que faltaba el capataz señero de la cuadrilla con el que quién más y quién menos comenzó en este oficio de la costalería en Ciudad Real. Un Martes Santo muy especial en el que Marcelino Abenza no estaba físicamente pero estuvo más presente que nunca. No fueron por él ni una levantá, ni una chicotá, ni una arriá. Fueron por él toda la cofradía y todo el recorrido. Lo que se vivió bajo el paso siendo mandando a las órdenes de su hijo es memorable. El legado del maestro queda en su cuadrilla y en el terno negro. Y, particularmente, lo que yo sentí en mi sitio de la primera trabajadera alternando entre fijador derecho y zanco y rodeado de amigos, fue muy especial. Pero mucho. Es sobrecogedor llevar al Señor a la Catedral y escuchar bajo el paso el miserere que le cantan en medio de la noche, único sonido que rompe el mágico marco del racheo carmelitano y el bamboleo de la túnica de Cristo. Cumplí con el oficio costalero y fui feliz de nuevo anhelando esperanzas.

Y llegaste de nuevo. Día que desde mi incipiente adolescencia marca las pautas de la Semana Grande en mi corazón. Y de verdad que cuando llegas no quiero que marches porque cuando tu Bondad conquista al mundo es el Miércoles Santo en Ciudad Real. Y es tan efímero tu paso que cuando empiezo a ser consciente de que estás entre nosotros y del privilegio de que me lleves permitiendo ya que te pasee veintiuna primaveras ininterrumpidamente, es cuando la Cruz de Guía de la cofradía ya inicia su recorrido de vuelta adentrándose en el perchelero barrio de mi infancia, mientras que el Consuelo que nos ofrece nuestra Madre bajo palio va abandonando la Plaza de la Merced a la que ha llegado atravesando tu Pasaje de Bondad. Ese día el cielo amaneció nublado y gris y los látigos del sayón se encargaron de flagelar las nubes para que pudieras pasear por esta Ciudad de Reyes demostrando que el único de Rey de Reyes eres Tú y que la Fábrica de los Sueños que es tu cuadrilla volvía a convertir en realidad por un día todos los sueños fabricados el resto del año. Amarrado a su columna Nuestro Padre Jesús de la Bondad en su misterio de la Flagelación volvió a dejarme soñar despierto y a vivir realidades. Su peso sobre mi cerviz es la mayor comunicación directa que puedo tener con el Dios mismo cuando en las Puertas del Cielo que se encuentran en la Plaza de Santiago Nº 2, Convento de las Hermanas de la Cruz, se levanta el paso y es todo en mí una conjunción de creencia y fe. Ya no es que nadie pueda saber lo que son esos momentos de Miércoles Santo, es que no lo sé ni yo, lo que se vive en esos idílicos instantes hacen del día que sea único, especial e irrepetible. Y no se puede definir en modo alguno. Y si además se está rodeado de gente de raza costalera como la que hay en esa cuadrilla la sensación es inimaginable. Tanto que yo he encontrado mi definición del cielo que hay en este mundo terrenal: Miércoles Santo por la tarde, primera trabajadera, zanco derecho del paso del Señor de la Bondad y rodeado dentro y fuera por mi gente, mi familia, mis amigos. Por eso digo que llegaste de nuevo y no quería que marchases. Llegaste de nuevo a ser único y a ser el depositario de todas mis oraciones y pedimentos que espero escuches a la vez que me sigues enseñando. El Miércoles Santo fue el summun de una Semana Santa para enmarcar y cuando me quité el costal sólo una palabra: Gracias.


Llegado que fue el Jueves Santo mi participación activa y costalera en la ciudad que me vio nacer había terminado. Hube sido de una manera u otra los pies de Dios en la tierra a través de las advocaciones del Cautivo, la Buena Muerte, las Penas y la Bondad. La Esperanza me esperaba. Esa Esperanza que dicen que brilla más que una flor en primavera, que vive en San Gil y se llama Macarena. Y allí que marché. A la ciudad hispalense de mis amores, mi querida y bética urbe que tiene por nombre una palabra de siete letras, una por cada una de sus hermanas provinciales que componen junto con ella Andalucía: Sevilla. Tenía por delante desde el Jueves Santo hasta el Domingo de Resurrección, allá por donde todo acaba en Santa Marina. Ni que decir tiene que a estas alturas de los días de la Gloria hecha toda cofradía se había estabilizado el tiempo y el sol brillaba en un cielo azul esplendoroso que permitió que todas las hermandades de las que iba a a disfrutar realizasen su estación de penitencia. Así es que disfruté de los Caballos, Cigarreras, Montesión, el Valle, etc. Disfruté de todas las hermandades del Jueves Santo y de la Madrugá. Pero yo allí muero con Papá y Mamá. Papá del Gran Poder y Mamá de la Esperanza Macarena. El sentimiento de felicidad que me invade cuando estoy cercano a ellos me cala hasta el tuétano de los huesos. Podría estar horas, días, semanas, disfrutando de esas cofradías en la calle. Este año además fui muy feliz porque se vino Gemma conmigo y vio y saboreó dos momentos cumbres y de exquisito paladar para los cofrades, de esos que te dejan un regustillo interior que cada vez que los recuerdas te transportan al momento vivido: la entrada de las  citadas Hermandades del Gran Poder y de la Esperanza Macarena. El embrujo del amanecer en San Lorenzo y el bullicio de un pueblo entregado a su Reina a las puertas de su Basílica quedarán para el recuerdo.
Mi macarenismo cerrado quedó colmado para aguantar otro año la espera hasta que las cinco verdes esmeraldas que Gallito te trajera del otro confín del mundo vuelvan a tintinear en tu pechera. Hubo grandiosos ratos como la entrada del Sentencia a los sones de la marcha Macarena interpretada por la Banda de Cornetas y Tambores de la Centuria Romana Macarena y la petalá con que se despidió a la Madre de Dios cuando entraba por el atrio hacia su casa. Ya era Viernes Santo a esas horas y por la tarde el resto de cofradías volvieron a derramar arte por las calles de Serva la Bari. El discurrir de la Soledad de San Buenaventura no te deja indiferente y el portentoso misterio de la Carretería causa admiración. Para mi gusto particular la cofradía de Montserrat es de babero y ver el andar del Cachorro hacia el centro de Sevilla es, sencillamente, sobrecogedor. Y ya, para los cofrades de paladar rancio y añejo, para los que gustan de las cosas bien hechas y respetables, año tras año la Hermandad de San Isidoro es un deleite. La verdad es que podría estar versando horas y horas sobre cofradías pero me limito a mencionar los detalles más reseñables de lo que disfruté esta pasada Gloria, no por eso me olvidó del Jorobaíto de la O y de otras hermandades. También hubo tiempo en estos días y en estos ratos para comernos algún serranito y un par de buenos cartuchos de pescaíto frito. Faltaría más.


El Sábado Santo llegó con aires de San Gregorio y la alegoría del Triunfo de la Santa Cruz. No concibo una Semana Grande sin ver la Hermandad del Santo Entierro con sus impresionantes mensajes tanto directos como indirectos o alegóricos. Y esta hermandad los tiene y de qué manera. También disfruté con la Hermandad del Sol. Curioso. Una de las más desdeñadas en el mundillo cofrade a mí me causa respeto pues nunca se sabe quién ni por qué se oculta tras su antifaz de nazareno. Sólo ellos y su Varón de Dolores y su Virgen del Sol lo saben. Tengo marcadas miradas desde hace años tras esos antifaces de color verde y ruán y siempre que los veo me acuerdo. Para disfrute rancio y señero me quedo ese día con la Comunidad Servita. Simplemente hermandón de principio a fin. La elegancia de los Servitas en la calle es punto y aparte. También tengo palabras para la Soledad de San Lorenzo, cita a la que acudo puntualmente y de la que guardo con cariño las estampitas que año a año me da su Preste Don Joaquín, mi querido amigo y Padre Salesiano que me uniera en matrimonio con Gemma. A esta hermandad tengo un cariño especial. Y por supuesto ví y disfruté en varios lugares a la Trinitaria hermandad. Me encanta el paso del Sagrado Decreto, me emboba el Cinco Llagas de vuelta y me gusta ver marchar el palio de la la Virgen de la Trinidad como colofón a un Sábado Santo de ensueño.

Y resucitó en Santa Marina el día que pone sentido a todo lo anterior: Domingo de Resurrección. La Semana Santa, por definición, son los días comprendidos entre el Domingo de Ramos y el Domingo de Resurrección, ambos inclusive, en los que la Iglesia Católica rememora la pasión, muerte y resurrección del Señor. Y ya puede haber quien diga que la Semana Santa termina el Sábado Santo o que el Domingo de Resurreción no es Semana Santa que está equivocado. Y eso es así, repito, por definición, no porque yo lo diga. Pero si alguien quiere mantener que lo blanco es negro siendo consciente de ello que lo haga. Allá cada uno. Eso sí: respeto. Respeto a la Hermandad de la Resurrección. Sin ella todas las anteriores no tendrían sentido alguno. Respeto digo. No me sirve que porque le quiten las sillas, los palcos y salga al alba no merezca atención. Es una cofradía vital, de hecho podría suprimirse cualquiera de las anteriores pero jamás ésta. Es la pieza que une todo el puzzle. Pasión, muerte y Resurrección. Y con ella termina la Semana Santa viendo a Dios triunfal y triunfante y a su Madre de Aurora sin lágrimas en la cara. Y otro año más disfruté de la ilustre y lasaliana hermandad de la Resurrección por las calles y la ví entrar donde todo acaba y donde todo empieza: en Santa Marina. Allí concluye la Gloria y allí empieza la nueva cuenta atrás. Todavía te estoy acariciando mientras te veo partir y ya agito banderas al viento por tu llegada. Volverás. Adiós, amada mía.

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