jueves, 17 de enero de 2019

RETAZOS DE JENGIBRE EN LA MOCHILA

Todos sabéis de mi amor por el Camino de Santiago. Quien me conoce sabe que vivo tejiendo paralelismos con mis aficiones y la vida real. Cuando tengo un problema lo afronto (o lo intento) como costalero de la vida y no sólo de los pasos: apretando los dientes, tirando para arriba y concienciándome de que la chicotá es dura. Y con la peregrinación igual. Si mi amada Ruta Jacobea ya es de por sí un paralelismo con la propia vida, mis vivencias en la misma me sirven para hilvanar costuras frente al espejo de mi propio día a día. Y es por ello que creo firmemente que, como diría Antxón, al fin y al cabo la vida es caminar. Así pues guardo en la mochila de mi peregrinación por esta vida la mayor parte de recuerdos, añoranzas, melancolías, pinceladas y retazos que al salir de la misma por un rato me dibujen una sonrisa que haga pensar al alma que mereció la pena. Y uno de esos retazos ocurrió esta pasada Navidad. Por eso abro este año el Rincón narrando el mismo ya que, aunque pequeño y cotidiano, el ratito que supuso ese pequeño tramo de camino por la vida ya va incorporado a mi mochila y os garantizo que me hace sonreír a cada instante que lo recuerdo.

Se me ocurrió, lo preparé y lo hice: un agradable rato de cocina con mi pequeña Claudia haciendo navideñas galletas de jengibre. Es muy chiquitina aún pero le encanta ayudar a las tareas de casa como si fuera un juego con papá y mamá, así es que conforme vio que me ponía la chaquetilla de cocinero y la ataviaba a ella con un mandil ya sabía que algo bueno iba a pasar. No os podéis imaginar su cara cuando le dejé todos los moldes metálicos para que los cogiese y jugase mientras le explicaba que íbamos a hacer unas galletas y que luego se podría comer algún trozo. Apunto aquí que tiene tan solo veinte meses y no puede comer todo lo que le venga en gana pero es decirle que al terminar una tarea va a comer algo y le brillan los ojos de ilusión. Así es que cuando jugando con los moldes le dejé los botes de especias y le daban olor a anís estrellado y azúcar vainillado su alegría crecía. Y cuando hice la masa y ella empezó a extenderla con el rodillo ayudada por Gemma ya fue el culmen de su felicidad. La verdad es que nos lo pasamos genial viéndola disfrutar tantísimo. Es por ello que desde el primer momento que lo intuí empecé a hacer fotos de ese rato tan entrañable y decidí compartirlo en el Rincón para que perdurase.


Ahora cierro los ojos y va camino ya de un mes de aquella tarde pero ese retazo ya va guardado en mi mochila. Y hoy colocando las cosas de mi interior en orden ha salido a la luz y he vuelto a saborear esa tarde navideña mientras recordaba la cantidad de veces que hube soñado momentos así. Me gusta, como el Camino, vivir esos tramos de vida tres veces: cuando los sueñas, cuando los haces y cuando los recuerdas. Es la forma más preciosa de mantener la sonrisa por ellos. Fijáos, quienes seáis asiduos a este humilde blog, la cantidad de cosas cotidianas que narro en el mismo. Pues bien, ellas son, de una manera u otra, mi más pura esencia. Quien me conoce lo sabe. Me gusta compartir las alegrías y los triunfos y, para mí, una alegre tarde de cocina con mi hija ya es una alegría enorme y un genial triunfo. Simplemente haciendo aquellas galletas de jengibre se llenó la casa de olor a obrador de dulce y de miradas que brillaban igual que los sueños cuando es Viernes. Ya decía Sócrates que la verdadera belleza está en lo simple. En este caso fueron unas galletas. No más.


En estos días han seguido siendo Pascuas hasta hoy que es San Antón y por eso han seguido cascabeleando por casa los adornos, las luces, los polvorones sobrantes y los recuerdos de la recién pasada Navidad. Pero sin duda, cada Navidad se recuerda por algo. Y ésta la recordaré por ser la primera en la que cocinamos algo en familia típico de estas fechas, haciendo partícipe de ello a Claudia. Ya mismo avanza el calendario y lo mismo os cuento que ha guisado conmigo espinacas con garbanzos e incluso torrijas. Si va a disfrutar tanto como haciendo un ejército de hombrecillos de jengibre merecerá la pena. Y, por supuesto, también sería un bonito retazo que quedaría dulcemente guardado en la mochila de recuerdos del camino de la vida. Al fin y al cabo los recuerdos son de las  más intimas pertenencias de uno mismo que no son materiales y nadie nos puede robar. Y siempre están ahí acechando en la memoria para volver a revivirlas. Y cuando no nos acordamos de alguno es porque está demasiado escondido en la mochila pero, antes o después, aflora. Igual que la sonrisa que lleva aparejada. Igual que la felicidad que tuve una tarde de Diciembre haciendo unas galletas y convirtiendo ese ratito en un trocito de mi historia... ¡Hasta otra!

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