viernes, 17 de abril de 2020

UN MES DE CONFINAMIENTO

Tempus fugit. Para lo bueno y para lo malo el tiempo vuela aunque nuestra percepción sea distinta dependiendo de cómo nos encontremos. El reloj continua impasible su son y los días siguen sucediéndose a ritmo plenamente estable. Y así ha transcurrido ya un mes desde que por la horrible pandemia del coronavirus nos quedásemos encerrados en casa para evitar que continuase la salvaje oleada de contagios. Se dice pronto, ¿eh?, un mes. Y nos queda aún. Y para tener la vida normal y rutinaria que teníamos antes de que esto comenzase no podemos saber cuánto queda esperar, pero llegará. Y bien, durante este mes no he salido a la calle y, a decir verdad, no lo he llevado demasiado mal pues he conseguido estar entretenido y tener la mente ocupada. Me parece como si hubieran pasado sólo unos cuantos días desde que vi a mi madre, jugué el último partido de pádel, fui al Juzgado a presentar papeles y tuve ensayo de costalero. Y sin embargo ya va un mes. Si esas cuestiones me dicen a priori "hasta dentro de un mes no nos vemos" se me habría caído el alma a los pies. ¡Mi rutina! ¡Mi vida! Pero como no lo sabía, no lo esperaba y tampoco sé cuándo acabará, me mantengo fuerte. Eso no quita que he tenido momentos horribles de incertidumbre, de rabia, de impotencia, de incredulidad, de decepción y de tristeza que he logrado superar. El castillo de naipes que tanto cuesta a cada uno levantar fue al suelo de un plumazo. Y ya llevamos un mes.

¡Un mes, digo! Y quizás otro. Pero por favor que estemos todos y celebremos el fin. Y a ver de qué manera porque parece ser que las mascarillas y guantes serán tónica habitual. Y entre tanto espero seguir manteniéndome fuerte y con ganas. Estos días he hecho en casa de todo menos lo que todo el mundo dice: leer más, ver tu serie favorita o disfrutar de la televisión a horarios intempestivos. Me he dedicado, por ejemplo, disfrutar de mi hija todo el tiempo que la vida normal no me deja y a hacer en casa toda aquella ocurrencia legal, confinada 100% (libre de aditivos), segura y divertida que se me ha pasado por la cabeza. Así pues, entre mi mujer y yo hemos ideado un circuito deportivo en el pasillo, hemos hecho un juego de bolos con botellas vacías de leche, hemos hecho recetas de las que necesitan tiempo y dedicación, hemos montado un gimnasio en el salón, hemos hecho plastilina con la thermomix para Claudia, hemos puesto toda la casa en orden, etc. Mil cosas. Y lo mejor es que hemos soñado lo felices que éramos, somos y seremos sin necesariamente nada más que lo que tenemos. No hace falta más. ¡Somos ricos y somos conscientes de ello! Es una gozada hacer un paroncito de estos y mirar a tu alrededor. Pero el parón ha sido obligado y por horrorosa causa: que no se contagie ni fallezca más gente. Estaría dos meses más encerrado si con eso salvase todas las vidas. Los proyectos y sueños ya se cumplirán pero ahora debemos cumplir lo que nos toca y aguantar en casa. Es la única forma de seguir nuestra lucha en busca de una sonrisa. Y, personalmente, creo que lo estoy haciendo bien.

En este tiempo he logrado, aunque pareciera imposible a priori, extraer incluso cosas positivas y que quedarán para el recuerdo en el cajón de mi memoria. Quien me conoce sabe que vivo los 365 días del año (y los 366 cuando es bisiesto, como justo en el que nos encontramos) disfrutando de las cofradías, ya sea en su preciosa espera o ya sea en su fugaz acontecimiento procesional. ¿Y qué había de sacar yo de positivo en que llegase una pandemia mundial en mitad de la Cuaresma y se anulasen la mayoría de actos, se cancelasen otros tantos, se suspendieran los venideros y las cofradías no salieran en toda España a la calle? Nada, a priori. Sin embargo, aparecen y surgen momentos que dejan una magia inesperada a quien sabe apreciarla. Y así me ocurrió llegada la Semana Santa. El pasado Domingo de Ramos a las once de la noche, lo lógico y normal es que yo estuviera bajo el paso de misterio de la Hermandad del Prendimiento, pero con la situación que estamos atravesando estaba, como todo hijo de vecino, encerrado en casa. Era la hora de dormir a mi niña Claudia que tiene tres añitos de edad y me dispuse a ello. En ese momento pensé por dónde iría la cofradía y a la vez caí en la cuenta de que si no fuera por el obligado encierro por culpa del Covid-19, yo no estaría durmiendo a mi pequeña contándole cuentos tal día. Y aquí extraje lo positivo...


Este año ha sido la primera vez y quizás última en mi vida que duermo a Claudia un Domingo de Ramos por la noche. Y lo digo como algo positivo. ¿Por qué? Pues porque cuando era una bebé de mes y medio y cuando tuvo uno y dos añitos, yo estaba con el costal puesto a esas horas. Y, si todo va bien, el año que viene y sepa Dios hasta cuándo, yo volveré a estar bajo el paso dicho día y a esas horas, pasará el tiempo y los años y Claudia ya no necesitará que nadie la duerma. Así es que sonreí y disfruté ese momento mágico e imprevisto a tope. Y me hizo feliz. Ni lo esperaba ni seguramente se repita. Y me gustó y así hice también el resto de días de esta Semana Santa tan anómala. Estuve con mi hija jugando y durmiéndola cuando normalmente estoy bajo el paso o en Sevilla. Además ha sido el primer Viernes de Dolores que ha comido torrijas, la primera vez de su vida que he estado con ella el Miércoles Santo por la tarde mientras mi Hermandad de la Flagelación estaría procesionando y yo cumpliendo mis bodas de plata como costalero, ha sido también el primer Viernes Santo que hemos pasado juntos y que ha comido conmigo el tradicional bacalao con tomate y el primer Domingo de Resurrección que he estado con ella todo el día y no viajando de Sevilla a Ciudad Real para reencontrarnos en la tarde noche tras mis días de ausencia cofrade. Parecerá una tontería pero para mí ha sido la gloria de verdad el estar esos ratitos con ella antes de que siga creciendo y ya no puedan ocurrir. Y esto es algo positivo y bonito que me ha dejado el coronavirus. Debo contentarme con ello y alegrarme pues no es nada benevolente con nadie el muy puñetero. Y recordaré esta recién pasada Semana Santa incluso con cariño. Además he cumplido todas las tradiciones que suelo hacer: he estrenado algo el Domingo de Ramos, he hecho torrijas, he comido comidas de vigilía, etc. Lo he llevado bien, mejor de lo que imaginaba.

Por último añadir que como no puedo parar quieto he seguido intentando cumplir mi tónica habitual de vida. Además de estar teletrabajando, ¡qué bonito suena, oye!, vamos, trabajando desde casa lo que puedo, he seguido haciendo senderismo. ¿Cómo? Fácil, sin salir de casa y recorriendo el pasillo de casa unas 750 veces en una hora. Mide doce pasos de largo desde la puerta del salón hasta la puerta del baño del fondo, dos pasos de ancho en la zona más estrecha, tres en la zona más ancha y dieciséis desde la bañera del dicho baño hasta la puerta de entrada de la vivienda. Termino loco perdido (sí, más aún) pero hago algo de ejercicio. También he seguido disfrutando de mi querida afición a la cocina haciendo recetas nuevas y trayéndome a casa los sabores de fuera. Además he vuelto a ponerme manos a la obra a hacer cerveza casera, es lo bueno de tener los materiales en casa (ya hice una vez una tirada de cerveza rubia y lo conté por aquí)  y que los Reyes Magos me trajeran los ingredientes para hacer unos 25 litros de cerveza negra esta vez. Me ha pillado en buen momento para hacerlo. Y, eso, casi todo intento seguir en la normalidad. Por el pádel no me preguntéis porque lo echo muchísimo de menos y en casa no puedo.

¿Y el pacharán? Bueno, el pacharán... También es cotidiano, ¿no? Tanto como diario no es, pero no me falta una copita. Y ahora tampoco. Tenía en casa algunas frascas pequeñas y sin poder ir al chalet a por más (no pienso comprar pacharán jamás desde que aprendí a hacerlo) veía que iba a peligrar algún ratito de etílica euforia. Pero jugó la providencia sus dados y mi buen amigo Iñaki me envió desde Pamplona dos botellas de su cosecha propia. ¡Qué bien me vino que Correos haya seguido trabajando y con eficacia! A los dos días las tenía en casa. Fue justo antes de Semana Santa y había que darle caña en cuanto pudiera, claro. Y ocurrió. Una noche de la Semana Santa es sagrada para mí desde que era niño. La Madrugá del Viernes Santo. La veo siempre desde que tengo uso de razón o por televisión o in situ. Es la noche del Gran Poder y la Macarena y esa noche es para ellos. Ese día no dormí yo a Claudia ni me quedé con ella en su habitación. Se hizo cargo Gemma, mi bendita mujer que tan bien me entiende. Bueno, pues esa noche me quedé en el salón viendo en la televisión la reproducción de la Madrugá del año anterior. Y ocurrió. El pacharán... Yo solo en el salón... La botella, el vaso, los hielos... Me vine arriba. Y sí, pasó. Terminé como un cencerro. Los whatsapp que salieron de mi móvil dejaron constancia de ellos a sus receptores, los cuales seguro ríen al leer estas líneas. Hubo mensajes por escrito e ilegibles y también por audio inentendibles y sonando el tintineo de los hielos en el vaso cual diminutos badajos de las campanas de un muñidor. Sonaba exquisito e incluso cofrade. ¡Todo es necesario, leche! Me templé. Y fui feliz. Y me reí lo más grande. Hay que fogar de vez en cuando en este confinamiento que amenaza con durar otro mes más.  ¡Ánimo a todos! Pacharán me queda, no os preocupéis. ¡Hasta otra!

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