Hay días marcados en el calendario que uno no sabe cuándo van a llegar, pero llegan. Cuando en el año 1995 ingresé como costalero en la cuadrilla de la Flagelación de Nuestro Padre Jesús de la Bondad, jamás supe los años que duraría mi estancia en ella. No me planteaba que todo empieza y todo acaba. Lo que tenía, tuve y he tenido, siempre, muy claro es que en ella empecé y en ella terminaría. Me limitaba a enfajarme, hacerme el costal y pasear del mejor modo que podía a la Bondad de Dios. Y así han ido pasando los años y las décadas. Y las hojas del calendario una a una, claro está. Y llega un momento en el que comienza a acercarse el día de la despedida y aunque todavía no lo veas, sabes que está, sabes que existe y sabes que, por mucho que nunca quisieras que llegue, va a llegar. Intentas tomar conciencia y a imaginar cómo será el momento. Y sabes que va a doler. Mucho. Pero que si está en tu mano decidir cuándo ha de ser, aunque duela, duele menos que a quien le llega forzado. Y así, día a día, se me ha ido acercando uno de esos que no quería que llegase, pero que era inevitable que lo hiciese. Y si, además, desde hace varios años ya no tenía la rodilla izquierda y la espalda para muchas batallas más, debía fijarme una fecha voluntariamente y no tensar más aquello que el tiempo, te empeñes o no, siempre logra. Pensé que veinticinco años de oficio costalero ininterrumpido ya era una cifra considerable. Y más después de haber sacado muchos pasos en Semana Santa durante los últimos quince años y todos los pasos de Gloria de mi ciudad y alguno de fuera. Sin embargo, aunque la cabeza iba tirando de sensatez, el corazón tiraba con más fuerza y decidí seguir hasta los treinta años (¡qué rápido se escribe y lee! treinta años...) con raza costalera, por ir demorando la retirada todo lo que pudiera y exprimir, más aún, el oficio, mi dañada espalda y mi rodilla izquierda a cambio de entregarme todo lo que pudiera a la Bondad del Padre.
Y llegó. No podía ser de otra manera. Tras un tiempo allanando el terreno y despidiéndome de los pasos guardando para mí el último resquicio de costal, llegó el día. Y me siento afortunado de haber podido marcarlo yo y no haber sido forzoso, aunque la ya confirmada lesión de rodilla desde hace unos días, ha aderezado todo y ya, sí que sí, ha de consumarse. Empecé tras la pandemia a irme reservando algo y dejé de sacar los pasos de gloria. ¡Qué gran fortuna he tenido! La Virgen de la Cabeza, el Sagrado Corazón de Jesús, la Virgen del Carmen, Santa Teresa de Jesús y Santiago Apóstol, Patrón de la vecina localidad de Granátula de Calatrava. Cinco pasos de gloria que he paseado muchos años con cariño y entrega. Estoy muy agradecido a sus capataces por haber confiado en mí para ello y permitirme mecer a las imágenes en mi cuna de arpillera. Guardo muchos momentos, pero muchos, de felicidad indescriptible y de vivencias: igualás, ensayos, mudás, desarmás... ¡Qué bonito es ser costalero! Después empecé a afrontar la retirada de los pasos grandes, los de Semana Santa. El primero fue el Señor de las Penas. Muchos años, una docena quizás, disfrutando del racheo silente y carmelitano que envuelve la noche del Martes Santo. De recogida, fui susurrando un Padre Nuestro y al entrar de nuevo en el Convento, con los ojos cerrados bajo el costal, le di gracias por todo.
Algunos años después lloraba con el alma encogida pues llegaba, desgraciadamente, el que iba a ser mi último Domingo de Ramos debajo de mi querido Rabí. El Cautivo de blanca túnica que procesiona desde el Barrio de los Ángeles sabía que tenía que dejar hueco en sus trabajaderas, pues, de lo contrario, la deformación ya del morrillo de mi cuello y la pelea de mi rodilla con el zanco izquierdo no me dejaría cumplir con la nobleza que requiere el oficio costalero y despedirme marcando yo el momento y no un parte médico. Llegó el Domingo de Ramos y estalló la Gloria de una semana que cuenta el tiempo al revés. Y sólo Él sabía como sería mi final en la parihuela azul. Cambié el relevo con un compañero, para hacer la entrada. Mi cuadrilla hacía salida... Vi salir al Señor y le prometí ir debajo en la entrada y rezarle muy cerquita, pero llegó la nefasta lluvia casi al final del recorrido y, la cuadrilla que iba debajo en ese relevo (que era precisamente la mía), salvo un costalero de la otra, en mi querido zanco que tanto he sufrido y disfrutado, al que yo le había cambiado el tramo para hacer la entrada, no se salió ya del paso y fue quien lo guardó. Yo, por lo tanto, con todo planeado y orquestado para arriar por última vez al Maestro, no hice ni salida ni entrada y sí ambas cosas mi cuadrilla. Así lo quiso el Señor dando muestra de grandeza: sólo Él sabe cuándo es el momento. Mi ultima chicotá en el Prendimiento se hubo consumado sin yo saberlo. Mil gracias de nuevo. Ahora visto el terno negro.
Y ya sí que sí. Con la espalda y la rodilla lastimadas, el recuerdo de haber paseado también al Nazareno, por dos veces, en el año 2017, de haber sido costalero en Sevilla en la Hermandad del Valle bajo el paso de Nuestro Padre Jesús con la Cruz al Hombro y tener la conciencia tranquila de haberme entregado todo lo que he podido, llegaba el momento. Treinta años de oficio costalero y mucho dolor en la rodilla. Era la hora señalada y no podía ni debía pedir más prórroga. Se descubrió el presagio, pues el dolor en la articulación no hacía sino mandarme un mensaje claro: has sido un privilegiado y la hora ha llegado. No tenses más. Tuve que claudicar e ir al médico en mitad de la Cuaresma: rotura parcial del ligamento cruzado posterior, condropatía rotuliana y ganglión intrasustancial en la rodilla izquierda. A mi vida de costalero, ya sí que sí, sólo le quedaba un ensayo y un Miércoles Santo. Un último esfuerzo, con miedo y con refuerzo te voy a pasear de nuevo. Aunque el verdadero esfuerzo será no volver a ser costalero. Cuando arrie el paso al final de acariciar el Perchel por última vez ya te habré dicho todo. Pero me voy feliz y contento. Mi Señor de la Bondad, mi Flagelado eterno, mi amado Rey de Reyes, gracias, gracias y gracias por tenerme treinta años en tu reino. He sido muy afortunado y siempre me has permitido estar a tu lado sin lesión, sin accidente, sin faltar a la cita en tu parihuela. Entiendo tu mensaje y te doy mi eterno agradecimiento. Pedí al capataz hablar en el corro a los hombres buenos que te llevan con esmero y me rompí por dentro. Lloré con pena y con sentimiento, porque era mi último ensayo con ellos. Cuídalos, cuídalos siempre. Los quiero a rabiar. Muchos ni habían nacido cuando yo ya te llevaba sobre mi cerviz... He crecido junto a ellos y hemos vivido muchas cosas juntos. No sé vivir las cofradías sino es cerca de ellos. Y bajo tu paso me he hecho hombre de verdad. Esta vez sí: llegó el momento. Debo dejar el hueco. Treinta años en tus maderas rezándote a mi manera. Era el año 1995 y ya es el año 2025. Gracias de nuevo por haberme protegido. Me puse el costal por primera vez contigo y contigo será la última. Sólo queda disfrutar de nuevo. Así lo hemos escrito y quiero que me dejes cumplirlo. Por siempre, tu costalero. ¡Ahí quedó!